Hoy les dejo este brillante anàlisis político - sociológico de José Pablo Feinmann sobre el cuento de David Viñas "La señora muerta" con un paralelismo siempre latente de las yeguas de ayer con las de hoy. Publicado en septiembre en Página 12.
Una vez
muerta Eva Perón, el gobierno justicialista emprende los preparativos de
su velatorio. Esa muerte había sido señalada en el devenir de la
historia nacional con una precisión raramente vista. Tuvo lugar a las 20
y 25 del 26 de julio de 1952. Durante los años que aún le restaron, el
gobierno de Perón instauró en ese hito temporal un noticiero que
informara al país de sus avatares. El locutor decía: “El noticiero de
las 20 y 25, hora en que Eva Perón entró en la inmortalidad”. Los restos
de Eva son trasladados al Congreso Nacional y ahí quedan a la espera de
la veneración popular, del amor sin límites de los que ella,
cariñosamente, llamó sus grasitas. Sólo ella podía llamarlos así. Se
forman largas colas para pasar junto a su figura blanca, embalsamada,
mirarle la cara breve y dolorosamente –los que en serio la lloraban, que
eran la mayoría– y seguir, dar paso a otro, y a otro y a todos los
demás, que ya eran multitud. Al anochecer, el tiempo se pone lluvioso,
húmedas las calles y barrosas. “Hasta el cielo se ha puesto a llorar”,
dice un tango de Troilo. Bueno, algo así. Las luces son escasas. La cola
avanza muy lentamente. Es, imposible dudarlo, una ceremonia fúnebre, un
adiós que no se quería, un adiós que –casi como todos, aunque tal vez
más– es un hueco que nada podrá llenar. Ella era irremplazable.
En este cuadro de dolor popular (que Borges, en su cuento El
simulacro, definirá, con clara precisión y desdén de clase, como “el
crédulo amor de los arrabales”, frase que marca a fuego, una vez más, la
visión de los civilizados sobre el amor de las almas sencillas,
intocadas por la cultura, manipulables, el alma del pueblo bárbaro,
siempre materia mansa en manos de los demagogos) surge el personaje
central del cuento de Viñas, La Señora muerta. Se llama Moure, y no ha
ido al sepelio para ver a la “señora muerta”, ni para besar el féretro
ni para aguantarse esa llovizna de julio, fría como la muerte que da
marco a todo, pero impiadosa con los huesos, penetrándolos hasta el
sufrimiento; tanto, como si nunca fuera a irse de ahí. Moure sí, Moure
quiere irse de ese lugar macabro. Pero no quiere irse solo. Tuvo una
idea ingeniosa, la perfecta idea de un piola de Buenos Aires, ya que no
otra cosa es él, Moure, que fue a la cola de los “crédulos de los
arrabales” para hacerse un levante, levantarse una de las tantas minas
que estarían hartas ya de esperar su turno y bien podrían volver otro
día, mañana por ejemplo, o pasado mañana o la semana siguiente, si nadie
sabe cuánto va a durar eso. Mientras el público siga llegando, mientras
la cola no disminuya, llueva o no llueva, la cosa va a seguir. Se
acerca a una mujer y le da conversación. Al poco tiempo pregunta la
pregunta cuya respuesta lo puede meter esa noche helada con una mujer en
una cama, ardoroso y hasta desbocado. Le pregunta si no está cansada.
Ella lo mira, tiene una cara serena, adolorida, pero ya resignada a ese
dolor y tal vez a todos los que vengan de aquí en más. Ella no sabe qué
decir. Probablemente no se autorice el cansancio, lo sienta indigno, una
traición a la muerta, que se murió por no cansarse nunca, por trabajar
hasta el último aliento por los pobres. ¿Así le va a pagar? ¿Con el
cansancio mezquino de no tolerar una cola que lleva hasta su cara
blanca, que ella quiere ver, y quiere que también ella la vea, porque
ella, ahora que es inmortal, puede verlo todo, más que cuando vivía, más
que cuando no era como es ahora, como Dios, inmortal? Moure se
impacienta. “¿Quiere irse?” “Cuando me sienta bien cansada.” “Pero mire
que tenemos para rato.” “¿Lo dice en serio?” “Yo siempre hablo en
serio.” “¿Y cuánto dice que falta?”
Moure le acerca el dato: “Unas tres horas”. Antes les ha echado una
mirada a los de adelante y vio que eran muchos, demasiados, todos
amontonados, indescifrables, turbios en medio de esa oscuridad mojada.
Para ella, tres horas son muchas. Aunque, agrega, a la gente le gusta
esperar. “Esperar algo, cualquier cosa...”
Algunos soldados, con caras de sueño, reparten sopa, un líquido que
echa humo y promete calor. Ella no quiere sopa. De chica se la hacían
tragar. “Era un asco.” Moure se siente más firme, la victoria es suya.
La cosa viene por el lado del hambre. De pronto, ella lo sorprende con
una pregunta que no esperaba, brava la pregunta, difícil: “¿A usted le
gustaba?” “¿Quién?” “La Señora. ¿Quién va a ser si no?”
La mujer desconoce que a Moure la Señora le importa poco, que no
está ahí por la Señora. Que ahora está ahí por ella, y la mira fijo, y
le calcula apenas veinticinco años. “Si me la pierdo soy un... era
joven”, dice.
Decide avanzar. No aguanta más. Tiene que resolver ese asunto
enseguida. Se le ocurre hablarle del sueño. Si lo tiene, él la puede
llevar a dormir. “¿Tiene sueño?” “Hambre tengo.” “¿Quiere...?” “Sí.”
Ya está. La saca de la fila. Buscan un taxi. Ella dice que la lleve a
algún lugar cercano. Parece que su cansancio suma tanto como sus ganas
de comerse algo, de calentarse el estómago. Moure le dice al taxista a
dónde quiere ir y también que no conoce mucho la zona, que él lo guíe.
El taxista cumple con su tarea. Llegan al primer lugar. En esa época a
los hoteles transitorios les decían “muebles”. (Aunque Viñas evita
decirlo en su relato. Buscan un “lugar”.) El lugar está cerrado. “A
otro”, ordena Moure. Pero la deriva fracasa una y otra vez. Nada está
abierto. La mujer empieza a reírse. Le divierte ese largo paseo en busca
de nada. De puertas de chapa con candados enormes. Y esos carteles
desteñidos que apenas pueden leerse, aunque todos dicen: Cerrado. “¿Los
llevo a otro?”, dice el taxista. “Sí –dice Moure–, pronto. Pero pronto,
por favor.”
“Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada
con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba
que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de
la mano y tranquilizarlo (...), pero las mujeres se ponen nerviosas y no
sirven para nada y por eso son mujeres.”
“¿Todo está cerrado?”, grita, casi, Moure.
El chofer dice que sí y hasta parece asombrado por la ignorancia de
su pasajero: ese hombre no sabe nada de nada, nada de lo que sucede en
ese día y hace que suceda esto: que todos los hoteles estén cerrados.
Sugiere: “En la provincia”. “¿Seguro?” “No, seguro no.”
Y le explica. Cautelosamente le explica. Como si reflexionara.
Buscando darle algo de paz, de serenidad: “Hay que aguantarse. Es por la
Señora”. “¿Por la muerte de...?” necesitó Moure que le precisaran. “Sí.
Sí.” Locamente estalla: “¡Es demasiado por la yegua ésa!”.
Entonces, bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que
no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.
–Ah, no... Eso sí que no –murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta–. Eso sí que no se lo permito... –y se bajó.
Se trata de un gran cuento de David Viñas, antiperonista de toda la
vida, pero un hombre que siempre tuvo su corazón del lado de los
humildes. No es por otro motivo que su narración cala hondo en la
conciencia autónoma, lúcida, de esa mujer sencilla. Que dice no, eso sí
que no. Que pone un límite. Que afirma su opción libre, su amor no
manipulado, no “bárbaro”, por la señora muerta que ese día no pudo ver.
Viñas jamás habría escrito una blasfemia como la de Borges. Si algo
revela la elección de la mujer ante Moure, decirle no, decirle “eso sí
que no se lo permito” es su amor auténtico por la Señora. Su amor, que
tal vez sea “el amor de los arrabales”, no es “crédulo”. Este adjetivo
lo usa la derecha rancia y despectiva de este país para denigrar las
opciones de los humildes. Su amor es tan crédulo que los tiranos lo
atrapan con facilidad y lo instrumentan para sus proyectos propios,
siempre opuestos a los transparentes valores de la república, de la
cultura. Queda planteada una difícil pregunta para las clases
poseedoras, los “dueños de la tierra”, como los llamó Viñas en una de
sus primeras novelas: ya que ese amor, el de los arrabales, es tan
crédulo, tan fácil de manipular, ¿por qué tanto les cuesta apropiárselo?
¿Por qué se lo apropian los tiranos y no los hombres de luces, de
cánones y latines, los hombres “de bien”?
Tampoco Moure evita dejar caer sobre Eva Perón el adjetivo con que
más se la señalaba en las reuniones oligárquicas o en los casinos de
oficiales: yegua. El Diccionario de Salamanca ubica al adjetivo yegua
dentro del lenguaje masculino. Significa vulgar. Pero también: “Mujer
llamativa o que tiene muy buena figura”. Nadie ignora que una “mujer
pública” como era Eva Perón y también una “mujer llamativa” o con muy
“buena figura” configura en el imaginario soez de las clases altas la
abominada figura de la hetaira. Ajena a la mujer de la burguesía, que
pertenece ante todo a su familia, a su hogar, a la crianza de sus hijos.
Sin embargo, los seres marginados por la cultura y la jactancia de
clase de los dominadores saben dónde poner sus amores. No son crédulos
de los arrabales sobre los que las clases altas deban imponer su linaje y
conducirlos. Son seres libres, libremente han elegido sus opciones y
libremente las defenderán. Si alguien les dice “yeguas” a las mujeres
por las que han decidido ser representados, dirán con simpleza, pero
para siempre: –Eso sí que no se lo permito.
Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-204037-2012-09-23.html
Late en Viñas, intelectual antiperonista pero de sensibilidad popular y progresista, al menos el respeto por la condición de mujer y la comprensiòn por el amor del pueblo. Respecto de esto último, como bien remarca J. P. Feinmann, ese "crédulo amor", según la burguesía, es entregado por el pueblo a los "tiranos" pero ellos, los oligarcas, jamás logran ganárselo. Por algo será.
Hasta pronto.
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