viernes, 10 de julio de 2020

Flossie

Yo era bastante chico, entre siete y nueve años. Por eso me van a tener que disculpar que no recuerde muchos de los detalles. Se los ruego.

Supongo que la encontró la mayor de nosotros, Ana María, a esa cachorrita negra y flaca. Ella misma la nombró: Flossie. No sé de donde sacaba los nombres, pero ella siempre se ocupaba de ese menester, con nombres ingeniosos. 

Siempre estábamos queriéndole encajar animales a Mamá Coca, vicedirectora de escuela primaria. Vivíamos en un departamento y la plata no nos alcanzaba ni para los humanos, porque el zorro de mi viejo (abogado), al ser echado por mamá por no colaborar en nada con la familia había logrado escapar de sus obligaciones monetarias. De no ser por eso, otro gallo hubiera cantado.

La cosa es que mamá Coca no permitía animales, pero no dejábamos de intentarlo. Alguna vez se nos murió una bebé perruna de parásitos. Fué horrible, las vermes le perforaron los pulmones. Nosotros no sabíamos nada, no sabíamos que había que desparasitarlos, éramos chicos que pasaban mucho tiempo solos. Tampoco teníamos para el veterinario.

Pero bueno, para esa época apareció Flossie, flaca, negra y con una mancha blanca en el pecho. No me voy a olvidar mientras viva. Yo era el menor, a cuatro años de Guillermo y a cinco de Ana, así que la perrita, como suele ocurrir, se pegó bastante conmigo y nos hicimos preferidos uno al otro.

No tengo idea de cuánto duró la felicidad de la compañía, pero lo único que me acuerdo es que al volver de alguna actividad a la tarde, serían las seis y media, Flossie ya no estaba. Había muerto, me dijo mamá. Se había escapado y la había atropellado uno de los tantos colectivos que pasaban por la calle regularmente.

Nuestro hogar se convirtió en un cúmulo de ceniza blanca para mí, mis hermanos no hablaron por un buen tiempo. Mucho menos yo. Tampoco mamá. Igual, creo que no lloré. No lo recuerdo, al menos. 

Varias noches después, desperté de golpe, como si me llamaran. Miré hacia el vano de la puerta y allí estaba Flossie, con una expresión extraña, mezcla de tristeza y asombro, con el cuerpo tenso y ligeramenta arqueado, como si estuviera a punto de escapar de un peligro invisible para todos los demás.

Grité ¡Flossie!, mientras me incorporaba, sobresaltado y feliz. Trataba de ni pestañear para no perderla de nuevo, pero debí hacerlo porque Flossie desapareció. Se desvaneció. Era lógico, mi vivaz amiga no era capaz de quedarse quieta un segundo. Y todo lo que recuerdo de esa noche es su figura inmóvil, como esa foto que nunca le tomamos.

Salí gritando su nombre por todo el departamento. Busqué en el baño, en el living comedor, en la cocina y en el lavadero. Intenté salir al pasillo del edificio pero la puerta estaba con llave. Nunca podría haberse ido por allí, ni haberse escondido en el pequeño departamento de un piso octavo.

Por raro que parezca, ninguno de los otros tres integrantes de la familia escuchó mis gritos, mi busqueda desesperanzada. O, al menos, nada dijeron. Fue como si Flossie nunca hubiera existido.

Mi mente racional diría que mi pena y mi nostalgia por esa amiguita perdida me hicieron ver algo que no había, me hicieron proyectar una imagen desde mi tristeza de niño chiquito. 

Pero sería la única vez en mi vida que hubiera tenido una alucinación, Jamás volví a ver nada que no fuera corpóreo o demostrable. O que otro no viera también.

A pesar de todo lo que piense o diga, yo sé que esa noche mi querida amiguita negra, Flossie, vino a mirarme dormir por última vez antes de perderse en el tiempo.


Esteban Cámara
Santa Fe, 27/04/2020

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