sábado, 30 de marzo de 2019

No sabían reir (¿?)

"No sabían reir
No sabían llorar"
Así decía una 'poesía' que alguien mecanografió y amuró en un panel del patio de mi escuela primaria-secundaria en Santa Fe, barrio Guadalupe. Era una escuela parroquial de esa ciudad argentina a la cual había negociado ir por no haber mi madre aceptado que fuera a la escuela pública de mi barrio, barrio sur.
Seguramente habrá sido cerca de un doce de octubre donde, para nuestra 'fortuna' llegaron los europeos a enseñarnos a reir y a llorar. Y a masacrarnos y a robarnos. 
Dentro de todo era una escuela bastante progresista, o al menos mucho más que aquella a la que iba yo y de la que mamá era vicedirectora, una escuela de una congregación mugrienta y ávida de pesos.
Según el que escribió esa ofensa gratuita, los pueblos originarios 'no sabían reir, no sabían llorar'. O sea, eran menos inteligentes que los perros, que al menos lloran.
Yo tendría no sé si diez u once años pero me impactó leer, realmente. Me ofendió mucho y eso que todavía no sabía ni el uno por ciento de lo que sé hoy de nuestras culturas originarias: calendarios infinitamente más precisos y complejos (por ejemplo) que los europeos de la época de la invasión a esas culturas casi inermes del continente más alejado de eurasia.

Hoy en Argentina tenemos un presidente peligrosamente ignorante que parece creer que los originarios no sabían hablar y tuvieron que esperar a que vinieran los españoles porque si no no sabríamos comunicarnos entre nosotros. ¡Un presidente, supuesto ingeniero, que no sabe leer con seguridad!

Entre múltiples avances americanos, vean las construcciones antisísmicas de Macchu Picchu, por ejemplo, que parecen no haber existido para los imbéciles que 'descienden de los barcos'. José María Arguedas, a través del protagonista de 'Los ríos profundos', contaba que el padre le repetía que los incas habían descubierto el secreto de convertir la piedra en barro. Por eso encajaban tan bien y, junto con su diseño irregular, las construcciones incaicas resistieron siglos de terremotos. Impertérritas.
Crearon sistemas de riego sorprendentes.
Elevaron ciudades mucho más higiénicas y complejas que las europeas de la misma época, también templos excelsos.
Dieron luz a prodigios del cultivo, desarrollo de la papa, el tomate, el ají, la palta-aguacate, maní, maíz y tantos otros. La sabiduría botánica de esos pueblos salvó al mundo de varias hambrunas.
Fueron capaces de producir delicadas piezas de orfebrería, mayormente perdidas porque los brutos europeos las fundieron para lucrar con el metal y las piedras preciosas, temerosos de las virtudes mágicas que pudieran tener y que ellos jamás comprenderían.
Nos legaron una escritura todavía no descifrada (Mayas) y, tal vez por eso, invisibilizada por la cultura occidental.
Arte, música, literatura...

Cuando estuve en España en 2007 pude percibir que algunos profesores locales hacían hincapié en las presuntas falencias de conceptos en los idiomas originarios. Vaya a saber si eso era así u otra invisibilización, malicia cultural como otra forma de desprecio. O malentendido.
Cierto comentarista de un medio ruso en español se sorprendía cuando una nota en el diario ilustraba la calidad del diseño artístico americano originario. 'Qué raro en personas casi simiescas, que apenas sabían vivir trepados a los árboles'. Suprema ignorancia y menosprecio, seguramente algún discapacitado en cultura, probablemente español.

Realmente, alguien escribió, no hace tanto, que nuestros pueblos originarios 'no sabían reir, no sabían llorar'. Y eso no fue en el siglo XVI, sino en 1971 o 72... y en una escuela a la que paradójicamente llamaban La toldería (se entiende toldería como poblado originario en nuestra región).
Y alguien aprobó esa publicación anti cultura, anti educación, para su exposición en una escuela de niños sudamericanos.
De esas invisibilizaciones ridículas se sustenta el odio, el desprecio, la exclusión y el racismo.
Todavía usamos el 'indio' como insulto, como sinónimo de inculto, violento o barbárico.

Llevamos cinco siglos así. Espero que alguna vez crezcamos.



Esteban Cámara
Santa Fe, 30 de marzo de 2019


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