Ayer la presidenta, Cristina Fernández, alertaba en Ushuaia al reinaugurar la planta de Aurora Grundig respecto de que la industria no debía basar su competitividad exclusivamente en un tipo de cambio como el actual (dólar alto). Que debía buscar alternativas de competitividad basadas en la incorporación de tecnología y prácticas de calidad. Que no debíamos confiarnos como nos pasó en las décadas del 50 y 60 y perder competitividad industrial.
Es muy cierto esto, es más, el problema me venía preocupando desde 2005, recordando críticas de Rubén Lo Vuolo al ISI (modelo muy parecido al actual, denominado Industrialización por Sustitución de Importaciones y llevado a cabo fundamentalmente por los primeros gobiernos peronistas).
Al par, recientemente he leído o escuchado demasiados comentarios vacíos pro estatismo. Está muy bien el estatismo: el estado debe regular e impulsar la economía. Incluso debe producir cuando los factores empresarios actuantes en determinados sectores no lo hacen o no son competitivos. El problema es el estatismo acrítico, bobo, como un fin en sí mismo.
Durante la última parte del siglo pasado, por ejemplo, los gobiernos argentinos, los trabajadores y la sociedad en general abandonamos los ferrocarriles, nuestros ferrocarriles estatizados en la década del 40. Sí, los abandonamos. Dejamos deteriorar el parque de maquinarias, material rodante, talleres, estaciones y, trágicamente, el sistema de vías. Cuando llegó la oleada neoliberal nos encontró casi como cómplices y facilitadores de su tarea destructiva: Les fue demasiado fácil privatizar un bien tan deteriorado.
Las empresas estatales deben ser eficientes, también. No se las debe llenar de ñoquis y deben estar correctamente reguladas también por la sociedad. No deben transformarse en botines de guerra de grupos sindicales o políticos como ya ha ocurrido. Deben tratar de prestar servicio de acuerdo a los estándares de calidad más exigentes.
En el año 2003 me criticaron salvajemente porque hice controlar la calidad de los medicamentos del laboratorio estatal provincial. ¿Cómo vas a hacer eso, Esteban?, me decían, si es una empresa “nuestra”, acusándome implícitamente de enemigo, de traidor. Claro, también iban a ser nuestros hijos los que hubieran sufrido las consecuencias de medicamentos nocivos o ineficaces (de hecho encontramos productos con un 10% del principio activo teórico...). También hice controlar los medicamentos de laboratorios privados y había hecho controles de los medicamentos brasileños y cubanos de producción estatal donados durante la inundación de ese año: Eran de MUY BUENA calidad. Según un funcionario de mayor rango que yo, un médico garca de los tantos que hay, los medicamentos donados por Cuba (obviamente de producción estatal) eran de baja calidad. A él "Le habían dicho" (seguramente sus amigotes de los laboratorios privados). Los mandé a controlar: Los medicamentos cubanos eran los de mejor calidad, por lejos.
No hay razón para que el producto o servicio de una empresa estatal (incluyo, y muy especialmente, a los efectores de salud en esto) no pueda ser de calidad, no puedan ser los mejores, incluso. De no ser así, lo 'estatal en sí' se pone en riesgo y los responsables (o víctimas) somos todos: Los gobernantes, los trabajadores y la sociedad en general.
También la presidente habló de la calidad estatal hace algunos días. Igualmente sabía que era una preocupación de la gestión y que estaba correctamente abordada. Esto es de celebrar.
La industria y el estado nunca deben dejar de ocuparse de la eficiencia y la calidad. No debemos volver a ése pasado cuando se perdió la excelencia y muchos productos y servicios nacionales estaban al nivel de los peores del mundo.
Esteban Cámara
Santa Fe, 26/08/2013
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