martes, 19 de junio de 2012

Espirales

"Los apasionados son los primogénitos del mundo". José Martí
Cierta noche viajé algunos quilómetros para visitar a Victoria, a quien conocía desde hacía muchísimo: Una hermosa "morocha argentina". Traicionando viejas prácticas fui en colectivo,  ella me había pedido ayuda para ... algo.

De alguna manera, terminé pasando la noche solo en su casa, cuidando de alguna mascota. Recuerdo encontrarme algo anonadado sentado en un sofá mirando la tele, sin poder dormir. Ella había salido con un amigo.

En el comienzo de la mañana, veo entrar al pasaje que terminaba en la entrada de su casa a un auto gris oscuro, casi negro. Era un hatchback algo así como un Suzuki o un Nissan. Vicky bajó, con los ojos llorosos, pero el auto no se fue enseguida. Supongo que el conductor se quedó un par de minutos mirando hacia adentro de la casa, curioso de ese hombre barbado sentado en el living con cara de desorientación y sueño.

Luego, ella me acompañó a un par de cuadras de su casa, a una esquina de la avenida de circunvalación por donde pasa el colectivo que me llevaría de vuelta a mi ciudad.

En ese momento decidí no volver a verla.

Vicky estaba muy contenta, me tomaba el brazo y me abrazaba. Gorjeaba como un pichoncito en una mañana de primavera y hacía planes para que vayamos el sábado siguiente a Santa Fe a un gran concierto de rock. Yo sabía que no se iba a dar, aunque más no fuera porque yo no iba a ir con ella. De ninguna manera.

Mientras nos dirigíamos a esperar el transporte en esa mañana tan clara, caminando por senderos de hormigón de una especie de parque poco cuidado y casi sin plantas, ella me abrazaba por momentos. Siempre es un placer tocar a alguien querido, ya sea ese sentimiento correspondido o no.

Me lamentaba de no haber ido en moto. Su casa, que no conocía hasta entonces, resultó que contaba con un patio lo suficientemente resguardado como para guardar seguro el vehículo. Pero ya era un dato inútil.

Amo la libertad de movimiento que me da la moto. Odio la impuntualidad y la demora de los colectivos, la grasitud desaprensiva de los choferes y las invasiones de los demás pasajeros. Soy bastante “Asperger”, sepan.

En un momento dado Vicky, ni sé de qué estaba hablando mientras pensaba en motos y ómnibus, me besa en la boca de improviso, húmedamente. No rechazo ese placer, mas bien adhiero, lingual. Seguimos así sin comentarios ni explicaciones durante varios minutos. A pesar de la caricia, sigo pensando en no verla más, confío en cumplir con esto que sé que es tan necesario. Seguir mi vida, y van…

Vuelvo a escucharla: Está planeando cosas juntos. Empiezo a ver la necesidad de aclarar las cosas.

Pero ella no me da tiempo: Su ánimo decae instantáneamente, decepcionada supongo que de sí misma. “Bajón”, pienso. Nada raro en ella. El rostro ensombrece y los ojos se achican levemente mientras se ponen brillantes.

“No, no va”, me dice y yo ya lo estaba esperando. “Vuelvo a repetir viejos errores. Es siempre la misma mierda. Empiezo una relación pero en el fondo me da igual. Consigo que me ayuden con esto o lo otro o simplemente me dan el tan necesario contacto humano, de piel. Sexual”.

“Pero no los quiero, no siento pasión fuera del calor transitorio de las hormonas que hacen que el cuerpo pida un orgasmo a los gritos, sudando y jadeando con las extremidades enrredadas y los corazones a punto de salirse de su caja de huesos entrelazados.” Así estaba ella, locuaz como nunca en toda su puta vida.

“Ahí empieza la espiral descendente. ¿Te das cuenta?”, decía. Pero yo sabía que hablaba con ella misma. Yo sólo pasaba por allí y estaba en primera fila. Curiosamente, seguíamos abrazados: Yo la amaba desde que la ví, disculpen que no haya avisado. Mi amor por ella era como una llovizna silenciosa, invernal. De gotas apenas suspendidas, ligeramente más densas que el rocío. Partículas de afecto casi como las que vienen de un estornudo. Creo que sabía de antemano todo lo que me iba a decir. Seguía decidido a no volver a verla nunca más, de depender de mí.

“¿Por qué será tan fácil”, decía. “Basta un llamado, una mirada, una caricia y tengo alguien más o menos digno al lado, dispuesto a arreglarme el auto o la canilla. A llevarme a donde fuera o acompañarme de viaje.”… “Pero no los amo.”

Yo la miré fijamente y le dije que ya lo sabía, pero que la culpa no era de “la facilidad”. Lo tremendo era no sentir. - Y sos vos la que no te dejás sentir, le dije. Uno se permite amar o no. VIcky. ¡Vos no te das permiso para amar! Yo me voy, a pesar de amarte puedo alejarme. Igual, avisame si necesitás algo. Haré lo que pueda, incluso si implica verte. Pero no va a nacer de mí, no si cumplo la promesa que me estaba haciendo mientras veníamos hacia acá.

No me miraba, tenía la vista perdida a mi derecha y un poco hacia abajo, como cruzando la ruta. Tenía todavía los ojos húmedos y una expresión de sorpresa desagradable, como al recibir una multa. Sé que no me escuchaba: Estaba perdida en su íntimo descubrimiento. Debe ser terrible descubrir ser un lisiado en el amor.

Entonces la amé más: Me había dado la explicación de tantas de mis relaciones fallidas.

Ahí lo comprendí: Hay personas (mujeres, hombres, heterosexuales, gays) que no pueden amar y se dedican a captar los sentimientos ajenos. Son como medusas del afecto. Captan las corrientes y se dejan llevar por ellas y por el movimiento de otros seres que no son de su especie. Se aferran un rato mientras obtienen nutrientes y calor. Y luego se sueltan. Son parásitos del afecto.

Pero los afortunados son los otros, los huéspedes. O sea yo y millones más. Siempre sufrimos, nosotros, pero amamos. Apasionados, vamos a la guerra: queremos conquistar el mundo, hacer la revolución, salvar a los niños de la miseria.  

El corazón, emparchado mil veces, nunca cicatrizado del todo: ¡ardiendo!



Esteban Cámara
Santa Fe, 24 de mayo de 2012.

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