Matías y Sol, julio de 1997 |
Era de color marrón claro, no atigrado como es moda hoy en día. Tenía una mancha blanca en el pecho, en forma de estrella y los extremos de las patas también blancos, como si antes de nacer le hubieran puesto refinados guantecitos de bebé perro.
Al principio, y dado que yo me iba a vivir solo (me había divorciado hacía varios años) y pasaba mucho tiempo fuera de mi casa, decidimos que a la cachorrita la iba a cuidar mi hermana los días de semana y que yo la llevaría los viernes cuando llevara a mi casa a mis hijos. Debemos haber sido todo un espectáculo porque yo los buscaba a ellos en la casa de su madre, en la Kawasaki 750, y luego los tres pasábamos por la casa de mi hermana, camino a la mía llevando a Sol en algún bolso. Llegábamos al barrio los cuatro en la moto los viernes por la tarde, felices del reencuentro familiar.
Un viernes como tantos otros llegué con los tres y abrí la puerta de casa, la dejé a ella en el patio delantero y les recomendé fuertemente a los chicos que cuidaran que no se escapara por entre los barrotes de la verja, demasiado distanciados para un cachorro de cuatro meses.
Martín y Matías habían visto a un amiguito en la vereda de su casa a 50 metros y, supe después, se fueron hacia allí. Yo salí inmediatamente en la moto para el supermercado a comprar productos para la cena.
Cuando estaba llegando al comercio suena el teléfono celular y una voz desconocida me pregunta si soy el dueño de una perrita boxer. Asiento y, con voz compungida me pide que vuelva a mi casa porque la había atropellado un auto. Me había seguido corriendo luego de escapar pasando entre los barrotes de la verja y al arribar a la calle fue arrollada.
Antes de volver a mi casa la vi tendida en la vereda, a la vuelta, a centímetros de calle French, tenía sangre alrededor de los belfos. Estaba fría e inmóvil. pero vivía. Mis hijos lloraban ahí cerca y otros niños compungidos completaban la triste escena. Con la ayuda de mis niños la cargamos sobre un cartón, la llevamos hasta casa y la dejamos en el pórtico. Fui en la moto hasta la veterinaria más cercana y le pedí a la profesional que se llegara hasta casa porque no tenía cómo llevársela.
El diagnóstico fue: brazo izquierdo quebrado y un fuerte golpe en la cabeza, de allí la sangre, supongo. Le puso suero en una pata trasera y le entablillamos entre los dos la otra, quebrada. Poco a poco fue recobrándose, tanto que al sentir el aroma de unas hamburguesas que yo cocinaba para nuestra cena, lloraba desesperadamente. Pero para su desgracia la veterinaria había indicado que debía ayunar hasta el día siguiente.
El sábado la llevamos con Néstor, mi entonces cuñado, hasta la clínica de su veterinario habitual. Las radiografías indicaron doble fractura (cubito y radio): ¡de ambos miembros delanteros! Y algún golpe fuerte en el hombro derecho.
Ese lunes, este veterinario junto con su hermano, también profesional del rubro, la enyesaron y la llevamos hasta la casa de Ana, en vista de que por mis horarios yo no la podía cuidar lo suficiente. Fueron veinte días terribles, yo iba todos los días a casa de mi hermana para ayudarla, a ella, a mi cuñado y a mis sobrinos, a cuidar al cachorrito inválido. Solcito tenía apenas unos cuatro meses. Tres noches a la semana me quedaba a dormir en el living, cerca del baño donde estaba ella. Obviamente no se podía parar ni, mucho menos, desplazarse así que había que darla vuelta un par de veces por noche y limpiar cuando hacía pis y defecaba, además de ayudarle a comer y beber ... y hacerle compañía.
Sol, noviembre de 1997 |
Pero no fue fácil a partir de allí: por falta de fuerza y de confianza no quería caminar, así que nos pasábamos las horas, sobre todo con mi sobrino Javier, tratando de que caminara como se hace con un bebé. Uno sostiene a la criatura y el otro la llama desde una distancia de 3 o 4 metros. Así fue por varios días, hasta que, creo que el miércoles 3, a la tarde, finalmente se animó a caminar.
La circunstancia que hizo que fuera definitivamente para casa (seamos honestos: no soy bueno cuidando de nadie, ni siquiera de mí mismo, por eso era reticente a llevarla definitivamente sobre todo teniendo en cuenta lo que había pasado) fue un accidente, esta vez, mío. Caída de la moto (¡hay que sacarle la traba de volante antes de arrancar!, sobre todo si uno pretende acelerar a fondo una moto de 230 kg de peso y más potencia que muchos autos) y una consiguiente fractura de la clavícula derecha. Otra vez a la casa de Ana, esta vez por el ‘humano’, al menos mientras el yeso estuviera fresco. Mis sobrinos me cargaban porque tenían que ayudarme a comer, como pocos años antes yo lo hacía con ellos.
Sol nunca recuperaría el largo normal de los brazos. Hubiera sido un animal estilizado y elegante. A su vez, la pierna izquierda (vaya a saber por qué) quedó mas flaca y débil que la derecha...
Sol, noviembre de 1997 |
Matías, Martín y Sol |
No fueron dos semanas tan difíciles. Lo único que recuerdo era la preparación de la comida de los animales, específicamente por la dificultad de revolver la gran olla de arroz o polenta con ese yeso en ocho en el torso y una clavícula quebrada. No sé si saben lo difícil que es hacer eso con una pieza enorme de yeso que te cruza la espalda, traccionar así la cuchara haciendo fuerza con los brazos hacia atrás es muy complicado.
Luego de que me sacara yo mismo el yeso, un par de semanas después, ya Sol se quedó viviendo en casa.
Le gustaba subirse a mi falda mientras yo veía la televisión, en los escasos momentos en que se le permitía estar dentro de la casa. Su lugar era el patio. Le apasionaba que yo la corriera por éste, o por el baldío que estaba cruzando la calle. Era una sorprendente vocación de presa la suya, no de cazadora como correspondería a su especie.
Hasta el año y medio fue extremadamente desobediente (¿inmadura?) y casi siempre me hacía perder 20 o 30 minutos cuando sacaba la moto o el auto (recién adquirido) para ir a trabajar. Debía andar corriéndo y llamándola por todo el barrio. Claro, para ella era un juego … y yo puteando a más no poder.
Luego estuve en pareja de nuevo y un día Abigail, de tres años e hija de mi pareja, dejó la puerta de la verja abierta (vivía entrando y saliendo). Sol salió a jugar con otros perros a calle French (nuevamente) y en su alocado juego de perseguida no vio a la camioneta ...
Nuevamente al veterinario. Esta vez no hubo fracturas pero sí un fuerte golpe en la cabeza que hizo que a partir de allí mirara siempre con la cabeza sesgada. Una noche y dos días internada en la clínica, con suero y medicamentos. Fue mucho mas leve que el anterior. Lo gracioso fue que el que la atropelló fue un amigo de mi veterinario al que le contó lo que había pasado. Creyó justificarse por no haber parado cuando atropelló a “una perrita boxer” en la calle French porque la dio por muerta (¿?). Dijo que estaba corriendo de un lado a otro de la calle tratando de que otro perro la persiguiera. Y sí, era su juego preferido.
Luego vino la sarna, que se quedó con nosotros varios años: frecuentes consultas al veterinario, muchas inyecciones e innumerables baños medicamentosos. No la erradicamos del todo pero sí a las llagas que llegó a causar. Quedó como una leve pérdida de pelo que sólo yo advertía, creo.
Era por demás de buena y paciente con los humanos. Esa era la principal razón por la cual la acepté: sabía de demasiados accidentes, incluso mortales, con perros bravos y no quería que mis hijos fueran una nueva víctima. Pero era terrible con otros perros y siempre estaba dispuesta para pelear con los que amenazaran su territorio, no importa su número. Claro, esta raza fue creada para pelear y entretener de esta manera a los seres humanos (¿humanos?), aunque luego fue dejada de lado para este propósito, afortunadamente, y su belicosidad atenuada.
No crean que todo fueron pálidas en sus casi siete años de vida, tuvimos momentos felices, paseos, juegos, juguetes de perro, huesos y ternura. Sol jugaba mucho con mis hijos y fue su mascota adorada y buena amiga. Participaba entusiasta de todos nuestros paseos por las huertas del barrio, en esas siestas luminosas con Julieta, Martín, Matías, Mamá Coca y yo que luego mi madre recordaría hasta el último de sus días, literalmente.
Sol tuvo cachorros una primera vez, preñada por algún perro callejero, cuando era muy joven, menos de dos años. Los hijos eran del color marrón de su madre, o negros. Cuatro de cada clase y todos con manchas blancas en el pecho. Uno de color negrito, el más chiquito de todos, murió al mes de vida y al resto lo regalamos a la gente del barrio o parientes. Casi ninguno sobrevivió mucho tiempo.
Luego la hicimos servir con un boxer de color marrón con un tinte rojizo, de largas patas, un elegante ejemplar: “Toro azul” se llamaba. Nacieron siete cachorritos hermosos, pero uno de ellos era mas pequeño y débil que el resto. Siempre estaba hipotérmico y no llegó a cumplir dos semanas. Según lo pactado entregamos a uno de ellos a los dueños del macho y a los otros cinco los vendimos. Hasta varios años después solía ver a uno de ellos, soberbio animal. Insólitamente parecía reconocerme cuando pasaba por la puerta de su casa en la calle Güemes. Casi igual a su madre, se acercaba para que lo acaricie a través de las rejas de la puerta.
Cierto día empezamos a notar que la saliva de Sol se había transformado en una baba espesa, por momentos verdosa, en otros sanguinolenta. El veterinario sospechó una infección bacteriana que luego un diagnóstico de cultivo adjudicaría a Enterococcus faecalis. Intentamos diversos tratamientos antibióticos: amoxicilina, ampicilina, cotrimoxazol, etc. Siempre daban resultado al inicio pero luego recidivaba y el germen se terminaba haciendo resistente.
En una de las treguas de la infección bucal intentamos hacerla preñar nuevamente, esta vez de “Tango” el boxer de un vecino. Era un boxer corpulento y bajo. La gestación transcurrió bien pero sobre el final del mismo la saliva de Sol se volvió sanguinolenta y apareció un bulto en un costado de la boca.
Una mañana no se pudo levantar y sospechamos una fiebre muy alta. De nuevo a consulta: eran las putas moscas que le habían inoculado sus huevos. Las larvas, adultas, casi estaban saliendo. El profesional las roció con algún producto insecticida mientras yo inmovilizaba a la perra. Le inyectó otro fármaco y con una pinza se puso a extraer los gusanos asquerosos de su boca. Luego de más de una hora pude llevarla a casa.
Pero no mejoró mucho y a los dos días volví a llevarla. No habíamos sacado todas las larvas de entre sus belfos. Nuevamente inyección, rociado y pinzas. Entre ambos días calculo que le sacamos mas de doscientas larvas. Pero ahora sí funcionó el tratamiento y no tuve que llevarla de nuevo.
Aproximadamente a la semana, o diez días, dio a luz, pero los cachorritos habían muerto no sé si por la infección en sí, por la fiebre o por el insecticida (me inclino por esto último). Alcancé a ver uno, flácido y frío. Ella lo lamía y me miraba como pidiendo no sé si perdón o una explicación. Yo no podía dársela. ¿Cómo explicarle que a veces el destino juega con el más terrible sadismo incluso con los más inocentes?
Los cachorritos desaparecieron, fue como si nunca hubieran existido. El veterinario me había dicho luego de palpar su vientre unas tres semanas antes del parto, que eran por lo menos cinco. Pero yo vi uno sólo. Al parecer las perras, como las hembras de muchas otras especies, consumen la carne de los hijos mortinatos para optimizar la energía y recuperar nutrientes. Así mejoran las posibilidades del resto de la camada, más afortunados. No era éste el caso, no hubo afortunados, pero instintos son instintos.
Seguimos con el ciclo de antibióticos, “cura”, recidiva y baba anormal, sin poder encontrar un remedio definitivo. Hasta consulté con un especialista en farmacología veterinaria (era mis días como Director de Farmacia y Bioquímica) que indicó cotrimoxazol y, si no daba efecto, claritromicina. Tras varios tratamientos completos con uno, y luego con el otro, el resultado era siempre negativo.
Una tarde de verano a comienzos de 2004 alguien de la familia dejó la puerta abierta justo cuando acertaban a pasar los miembros de una familia de la esquina paseando a sus dos perros siberianos. El odio que se tenían la Sol y éstos era proverbial. Se pelearon encarnizadamente y, enferma y en desventaja numérica, mi perra salió perdiendo.
Párrafo aparte para estos vecinos, son muy caritativos con los animales: tienen cuatro perros. Dos de ellos viven en el exterior de la casa y causan innumerables problemas a todo el barrio. Qué compasivos, ¿verdad?. Con sus perros, digo, pero parece que la incomodidad, e incluso el peligro, de sus vecinos no les merece la misma atención. Es una conducta que no me extraña para nada de los amantes de los animales.
Yo no lo advertí pero sus heridas fueron muchas y graves. Unos días después vimos un agujero y signos inequívocos de haber sido, nuevamente, utilizada por las moscas para propósitos de crianza. Por lo demás su baba se puso nuevamente sanguinolenta, casi pura sangre y su estado de enfermedad y deterioro era extremo. Sabiendo ya que era algo gravísimo y sin esperanzas fui al veterinario (de los dos hermanos veterinarios el que menos la había atendido) a pedir algún producto para sacrificarla. Cuando le conté de la infección bucal (por esta causa siempre la había tratado el otro) me dijo algo que me convenció de que lo mejor sería sacrificarla: el origen de la resistencia increíble de la infección debía ser un cáncer.
Comprensivo, me dio dos jeringas, una con un líquido color ámbar y otra con un líquido incoloro. Debía administrarle primero el sedante (ámbar) y luego de que se echara y quedara anestesiada, el segundo producto. Ambos por vía intramuscular.
Cuando volví a casa eran las 9 y media de la mañana. Las nenas: Julieta (mi hija menor, de tres años y medio) y Abigail (de ocho años), estaban durmiendo. Por esto decidimos con Vanina que debía hacerlo en ese mismo momento, para que a las niñas no les quedaran esas imágenes horribles en la memoria. Le inyecté primero el sedante en el muslo izquierdo (en el derecho tenía una evidente infestación con larvas) y me miró como con alegría, tal vez pensara que como tantas otras veces yo, su 'padre', iba a curarla. Luego fue a acostarse en el patio al lado de la puerta de mi pieza. A partir de allí me empezó a mirar como con tristeza y estupor (¿sabría?). No podré olvidar su mirada: parecía querer decirme ¡Traidor!, ¿qué me estás por hacer?
Yo lloraba por momentos, amargamente, y Vanina no entendía por que la sacrificaba yo mismo si me dolía tanto. ¿Pero, quién más iba a hacerlo? Yo era responsable por ella, yo era el que tenía que pasar el mal trago. ¿Quién sino yo iba a hacerlo con más respeto y cariño? ¿Quién debía acompañarla en el final si no era yo? ¿Acaso otro sin mi amor por ella debía auscultar sus últimos signos de vida?
Finalmente, apoyó su cabeza en el piso y su mirada se extravió y enturbió. Entonces entendí que había llegado el peor momento. Así y todo no dudé y le apliqué el producto mortal en el fuerte músculo de la paleta derecha. Tras pocos minutos dejé de ver la elevación rítmica de su pecho, pero al palpar en la articulación del brazo noté todavía un fuerte latido. Este signo fue menguando, poco a poco, en lo que pareció una eternidad. Murió allí, como ya está dicho, frente a la puerta de mi dormitorio, inútil santuario.
Vanina empezó un pozo mientras yo envolvía el cadáver de mi amada perrita en una tela basta. Al final me pareció que el rigor mortis se estaba empezando a hacer notar, a pesar del corto tiempo transcurrido. Terminé yo el pozo, redondeado, y la deposité allí en forma enroscada, lo más parecido posible a la posición que usan los perros para dormir. Cubrimos el pozo con tierra y luego coloqué una chapa de zinc por encima, asegurada por seis ladrillos.
Las nenas todavía no se habían despertado, por suerte. Le pedí a Vanina que nunca les cuente lo que yo había hecho.
Fue el martes 13 de abril de 2004 a eso de las 10.30. No fui a trabajar y esa misma mañana terminé de escribir estas líneas.
Sol está enterrada cerca de la esquina noroeste de mi patio, al lado de la tapia y apenas en donde termina el portón de la cochera, como si estuviera pronta a irse a correr alocadamente por el baldío de enfrente, perseguida por mí o por los chicos. Ese era su juego preferido, el que más amaba.
Esteban Cámara
Santa Fe, abril de 2004