martes, 5 de junio de 2018

Por la inclusión educativa

Estaba hablando hace pocos años con una mujer de Paraná que se decía peronista y tenía el busto de Perón y de Evita en el escritorio de la casa. Era hija de maestra pero ella, la verdad, se ve que no había sacado la menor vocación por el conocimiento: ni por adquirirlo, ni por transmitirlo, mucho menos por generarlo.

Yo le decía, ni sé de donde venía el tema, de lo difícil que era para un laburante estudiar, no sólo por los horarios y el cansancio (yo durante largos meses me levantaba a las 5 de la mañana y volvía a mi casa a las 10 o 10 y media de la noche). Mis viejos habían crecido en familias pudientes del Santa Fe de los años 1930, empresario mi abuelo materno y profesional de las leyes el paterno. Pero esa suerte se quebró con nosotros. Mi viejo (también del rubro legal y experto en todas las trampas y dilaciones posibles), echado por mamá, y bien echado, por no colaborar en nada, se borró con la cuota alimentaria y quedamos a merced del sueldo de maestra de mi mamá. Por aquella época el sueldo de una maestra no llegaba al salario mínimo: Sarmiento no quería jefes de hogar como maestros, sino esposas - maestras 'part-time’.

Nos cagábamos de hambre y nos faltaba comida y ropa, a pesar de los esfuerzos y la capacidad de mamá (gran directora de escuela, no siempre garpada como tal). Pero lo que no nos faltaba eran libros. Debo haber leído mil, antes de los 20 años…

Bueno, me fui al carajo, volvamos: yo le decía que solamente había visto en mis años de estudiante a un villero en la Universidad.

Entonces la mina me dijo: 'Los chicos de la villa no quieren estudiar.' Juro que la mina no tenía idea de lo que estaba diciendo, más allá de que la madre (porteña que supo dar clases en el burgués barrio de Caballito) había enseñado en una escuela muy humilde de Paraná. Ella llamaba a eso ‘el desprecio’. ‘Desprecio’ por parte de las autoridades de educación de Entre Ríos que no le habían dado a su madre un aula más adecuada a su ‘abolengo’. No se enojen, es lo que ella quería decir.

Hoy la derecha en el gobierno nos dice ‘todos sabemos que los pobres no llegan a la Universidad’ y que ‘eso de las Universidades era un plan perverso de la dictadura K para lavarnos la cabeza y esclavizarnos’. Vaya, ni en mis sueños más locos creo que podría soñar con gente así. Los que lo dicen y los que lo creen.

Un dato de contexto: en los 90 se empezó a hablar en sociología de una nueva clase social, una que rompía el terceto clásico de baja-media-alta: los ‘nuevos pobres’. Quienes eran los nuevos pobres: aquellos que vivían en casas de material, con agua corriente y baño interior, tenían educación secundaria o terciaria pero ingresos por debajo de la línea de pobreza (también llamados, por eso mismo, ‘pobres por ingreso’). En esa categoría pasaron a entrar los ‘retirovoluntariados’ de ferrocarriles y otras empresas del estado, los jubilados pauperizados, los maestros y los empleados públicos de las categorías más bajas, entre otros.

A los otros pobres, generalmente localizados en la villas miseria, se los pasó a llamar ‘Pobres estructurales’.

Bueno, como fenómeno masivo lo de los nuevos pobres pudo revelarse en los años 90, pero en mi casa fuimos siempre ‘nuevos pobres’, al menos desde fines de la década del ‘60 y hasta la del ‘80. Mamá muchas noches nos decía que ‘no tenía ganas de cocinar’ y bueno, comíamos un poco de pan y alguna infusión caliente, en vez de cena (y luego escuchábamos el llanto sordo de una madre hasta que pudiéramos dormirnos: muchos meses no le alcanzaba el sueldo para pagar la cuenta del almacén). Cuando me enseñaron lo de las cuatro clases sociales en el posgrado, allá por 2014, tardé unos cuantos años en darme cuenta de que nosotros habíamos inaugurado la nueva categoría varias décadas antes.

Sin embargo, los tres hijos de la familia estudiamos y tenemos desde posgrados hasta terciarios. Bien pobres, pero estudiosos, señora Vidal: ¡los pobres queremos estudiar!, basta que los hijos de puta que nos gobiernan (que me disculpen las madres, que podrán ser más santas que nadie), usted incluída, generen las condiciones para paliar los déficits estructurales (no es posible estudiar si no se tiene casa, por ejemplo), de ingresos y socioeducativos. Los maestros de las escuelas más pobres suelen tener que invertir más tiempo paliando los problemas sociales y el hambre que en enseñar: eso tiene un efecto dramático en el aprendizaje.

Pero créame y cuéntele a macri y a su gente de barrio cerrado: si se cargan a las Universidades Nacionales después no se quejen. Se les va a venir una avalancha de mierda encima que los va a ahogar, por toda la eternidad.


Esteban Cámara


Para ilustrar más, transcribo una nota periodística.

04 de junio de 2018 Página 12, Contratapa
Esta no se la perdono. Por Claudia Montesino.
Salgo de hacer el espectáculo de narración oral “Quereme bien...(contar para no morir)”. Mis hijas Mica y Marti me dicen que mejor no me comentan los dichos de la gobernadora. Les pido que lo hagan; no les creo, pienso que es un meme de sus dichos. Me lo leen, me lo hacen escuchar. Durante todo el viaje camino a casa pienso en mi vida. En lo que digo cuando me presento el primer día de clases en la universidad o en una charla, o cuando me preguntan por qué estoy o deseo trabajar así, ad honorem, en algún espacio de vulnerabilidad. Desde el amor lo comparto, y ojalá llegue a quienes piensan igual que la mandataria de la Provincia. 
Nací hace 52 años en la maternidad de La Plata, hija de Haydée y padre que decidió no conocerme ni reconocerme. Mi vieja –que tenía ovarios y apellido de sobra para darme–, vivió todo su embarazo y parte de mi primera infancia en el cuartito del fondo de una Unidad Básica de Berisso, amorosamente pintada por sus compañeros de militancia.
A mis cinco años vinimos con mi vieja a vivir a Melchor Romero. Pueblo conocido y estigmatizado por tener emplazado un hospital neuropsiquiá- trico. Ella cuidaba pacientes cuando la familia no podía ir al hospital diariamente. Luego la nombraron, pero esa es otra historia. Nos mudamos a unos terrenos fiscales, dos casas por terreno. Ella y yo en el fondo, en una prefabricada con paredes más delgadas que el cartón de las cajas de banana Dole. El baño quedaba a unos diez o quince metros de la casa. Afuera, con letrina y como ducha un fuentón y un jarrito. 
Iba a la escuela del barrio, de monjas, privada. Tenía media beca y mi vieja pagaba la otra mitad limpiando casas por las tardes, después de las cinco. De esa época recuerdo cómo mis compañeros querían venir a mi casa a merendar, y lo multitudinario y entretenido de mis cumpleaños. También recuerdo los días de lluvia, donde las dos nos quedamos en casa porque mi mamá no tenía trabajo cuando llovía mucho. Es que las patronas no querían que fuera a sus casas a fregar, o las familias a cuidar a los internados en el hospital. Y eso sin dudas la hacía sufrir. Nunca lo dijo. Es duro vivir la diaria. Sin embargo, siempre me contó cuentos y me enseñó a cocinar.
La secundaria nos encontró mejor. Ella enfermera del hospital con sueldo fijo y viviendo en una casa del Plan Eva Perón pagadera en 25 años. Viajaba todos los días una hora para ir a un colegio del centro de La Plata. A esa altura ya sabía por su boca que los libros nos daban alas y el estudio independencia. Cantaba a la perfección la Marcha Peronista y Evita Capitana, aunque ella me pedía que no milite y yo le explicaba que los milicos se tenían que ir. 
Corría el 82 y su cuerpo tenía fuertes marcas de la milicada y su alma estaba algo quebrada, pero eso no le impedía seguir alentándome a leer, a estudiar. También me enseñó cómo se defendía a la Patria y que los chicos de Malvinas eran nuestros chicos. En el ‘83, cuando volvió la democracia y me recibí como bachiller, su mente colapsó, pero le pude llevar dos cosas cuando fui a verla al hospital: el diploma de egresada y la ficha de ingreso a la facultad. Ese año fue complicado: ella tenía miedo de no estar a la altura de las circunstancias si yo no entendía algún texto. No sucedió. Nunca sucedió eso. Siempre mi vieja estuvo a la altura de la vida.
Pasados unos años, un día volví a casa con el primer título. Ella no sabía que iba a rendir la última materia cuando nos despedimos a la mañana. Luego vinieron algunos más, pero ya no los pudo disfrutar conmigo. La muerte nos había jugado una mala pasada. 
Sigo en el mismo barrio, me fui algunas veces pero siempre volví y jamás dejé de decir cuáles eran mis orígenes. No soy la excepción: conozco a muchos con los que nos limpiábamos los zapatos llenos de barro al llegar a la parada del micro; con los que compartíamos el agua; nos quedábamos sin garrafa o contábamos las monedas para ir a cursar. 
Fui primera egresada de la familia. No fui doctora pero si universitaria. Y lo fui porque una mujer villera, con tercer grado completo y casi analfabeta funcional me dijo que los libros tienen alas, el teatro era una inversión y el amor a la Patria una obligación. Fui universitaria porque me dijo que el país nos necesitaba formados, porque al ser públicas y gratuitas el pueblo podía acceder a ellas. Porque entendió que la educación nos haría libres, y porque sus convicciones también las mostró con el mismo orgullo con el que decía que yo había nacido porque me deseaba, y cuando no fue así había abortado. Que ser mamá fue su elección y no su obligación. 
Soy universitaria por la mujer que lloró abrazada al televisor cuando murió Perón, y me advirtió que si no volvía esa noche no me asustara, pero quería ir a despedirlo. Y cumplió, volvió dos días después. 
Soy universitaria, docente universitaria, villera y conozco un montón de personas como yo. No soy la excepción, así que señora Vidal basta de mentir. Usted tiene odio de clase. ¿Será que el hijo o hija de la muchacha se recibió antes que usted y sus compañeras? ¿Que la universidad forma estudiantes sensibles que están lejos de sus intereses? 
¿Sabe qué? Le dejé pasar muchas cosas, pero ésta no. Por mi vieja, ésta no se la perdono. Por mi vieja que murió dos meses después de pagar la última cuota del plan de viviendas. Porque somos villeras y pobres, pero no mentirosos. Y ella cumplió. Lamento que de usted y del Presidente no pueda decir lo mismo. 


* Hija de Haydée Montesino, mamá de Micaela y Martina, narradora oral y militante incansable desde la palabra hasta encontrar a todos los nietos apropiados por la dictadura cívica-militar-eclesiástica. Postinieta de Delia Giovanola, cofundadora de Abuelas de Plaza de Mayo. Cocinera en aprendizaje permanente, pero por sobre todas las cosas villera, docente en la UNLP y la UNDAV y con memoria.


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