Esta demanda
ciudadana actual de mano dura está desnudando nuestras limitaciones
como grupo político a la hora de interpretar el clima social.
Pensábamos, hasta
mediados de la década pasada, que la delincuencia estaba basada
exclusivamente en la pobreza y, por lo tanto, iba a disminuir
significativamente con la mejora económica. No fue así: a pesar de
una marcada mejora en los aspectos sociales, los indicadores de
delito apenas se modificaron. No planteamos mejoras en cuanto a
incremento de seguridad por ninguna vía. Peor aún, en un principio
dejamos incólume el autogobierno policial y su rol recaudatorio, al
menos en la periferia de la capital, a beneficio de los barones del
conurbano.
Es de lamentar que
no hicimos lo suficiente en cuanto a control ciudadano de las fuerzas
y profesionalización de sus efectivos. La barbaridad asesina de la
nueva doctrina que pretenden imponer Macri y Bullrich es vista por la
ciudadanía, evidentemente y aunque nos duela, como el único remedio
frente a delincuentes que parecen burlarse de los laburantes. Nadie
repara en que anteriores endurecimientos de la doctrina (leyes
blumberg) no significaron ninguna mejora. Como bovinos enfurecidos,
los ciudadanos insisten en ese camino que no va a llegar a ningún
lado. Pero de nada sirve quejarse de esto.
Hemos minimizado el
fenómeno de la inseguridad durante años (yo me incluyo) y si hago
referencia a ello es para que sepamos analizar nuestros errores y,
con ello, mejorar nuestras acciones. Muchos compañeros interpretaron
el problema como algo ajeno, que afecta a los “burgueses” (‘me
cago en la seguridad de la clase mierda’, decía alguien) y hasta
se mofaban de ello. No, ese es un grave error, la violencia y los
robos afectan principalmente a los pobres, a los trabajadores. Y la
gente se cansó, la misma miseria que siembra y reparte el gobierno
exacerba el problema y favorece el enfoque represivo que abandera al
establishment y a sus representantes en el gobierno.
La gente evidencia
estar cansada de la violencia y los robos. YO estoy cansado. A mí me
han robado más de una vez por año en estas últimas 2 décadas (la
última de ellas en diciembre 2017): nadie debería vivir así. No
parece que nos demos cuenta de este cansancio mayoritario, de este
malhumor social. Y eso nos cuesta elecciones. De nada sirve que
repitamos ese temita boludo del “vamos a volver” si no
solucionamos los problemas de enfoque que hacen que no interpretemos
el sentir predominante de nuestros conciudadanos y le propongamos una
respuesta acorde a nuestros valores e ideología.
El camino de los
derechos humanos era útil, a mi juicio, en cuanto a la depuración
de las fuerzas y a la baja de la corrupción en su seno, pero no fue
suficiente. En su momento no entendí por qué no se crearon nuevas
fuerzas de seguridad, con un quiebre dramático, en lo conceptual y
formativo, respecto de la historia de ideología derechista, excesos,
inmunidad y connivencia que históricamente representaron.
Hoy parece ser
aceptado que las ejecuciones extrajudiciales, la mano dura y el
balazo por la espalda son la salida a esta situación. No es así,
obvio. Pero la gente no tiene la culpa, es que nosotros no hemos sido
capaces de establecer la alternativa en el imaginario social. Es una
sensación dijimos, negadores (y si bien no es mi caso, insisto no
estoy echando culpas ni sermoneando en base al diario del día
después). Por otra parte, con una policía corrupta o ineficiente de
nada sirve el aumento de las penas. ¿A quién se van a aplicar las
penas si nunca se encuentra a los perpetradores del delito? Para que
el aumento de las penas surta efecto hay que profesionalizar, mejorar
y tecnologizar a los uniformados.
Por ejemplo:
equivocado o no, cuando Berni dijo que a los extranjeros que venían
a delinquir había que expulsarlos del país, casi toda nuestra
intelectualidad céntrica y bienpensante lo fusiló conceptualmente,
hasta pidieron su renuncia y no sé si no lo denunciaron ante el
INADI (antidiscriminación). Sentenciaron que su declaración
criminalizaba a los extranjeros. No fue así, equivocado o no, no
quiere decir lo mismo. ¿Tanto nos cuesta verlo? Es cierto que el
problema del delito extranjero es ínfimo, estadísticamente (el
problema de base es otro, a mi juicio, pero ya voy a llegar a él).
Pero en sí mismo, si un extranjero reincide en delitos de cierta
gravedad, ¿es discriminatorio revocarles la ciudadanía y
expulsarlos? Si es así, bueno, seré un facho, pero eso pienso.
Yendo al problema de
base yo veo lo siguiente:
Los argentinos
incumplimos las normas, a cualquier nivel económico y en cualquier
cosa.
Carecemos de
respeto, somos ignorantes e individualistas:
- Los ricos evaden impuestos, lavan dinero, coimean a los inspectores cuando cometen alguna infracción de tránsito, tienen empleados en negro y son capaces de robarle hasta a su madre.
- Los de clase media
nos colgamos del cable, negreamos a la doméstica, manejamos para el
orto, como si fuéramos los únicos que andan por la calle,
contaminamos y mucho más.
En definitiva,
desconocemos las normas penales, civiles, de convivencia,
impositivas, ecológicas, de tránsito y otras. O, peor, solamente
las manejamos teóricamente.
Ahora, yo pienso que
la causa mayor de nuestro problema no es ni represiva, ni de calidad
policial, ni socioeconómica, aunque de todos estos factores la
profesionalización y tecnologización de las fuerzas de seguridad y
la inclusión social a la larga van a mejorar significativamente la
situación.
A por ello: a mi
juicio hay un problema atraviesa a todas las clases sociales y no es
de tipo económico (como ya he manifestado), ni educativo (argentina
tiene niveles de educación formal más que aceptables), ni policial
(no principalmente al menos), ni de legislación penal. El problema
es CUL TU RAL.
Voy a hacer un poco
de genealogía, basada en mi experiencia, pero también en los
relatos de personas conocidas, en la literatura, textos
periodísticos, televisión y cine.
Mientras yo crecía,
a la policía le teníamos una mezcla de respecto y de miedo. Te
podían cagar a palos, pero había cierta idea de que eso sólo
ocurriría si nos mandábamos alguna cagada. Teníamos una idea de
respeto principalmente basada en la fuerza física, en el uso de
armas y bastones.
Luego vino la
dictadura militar y se dio rienda suelta a los delitos y violaciones
a los derechos humanos más aberrantes. Asesinatos, violaciones,
torturas, etc., hasta robos de bebés. De nada se privaron los que
debían cuidarnos. Al retornar la democracia, toda la barbarie
afloró, se hizo espectáculo.
Aquel respeto que
pudimos tener en los uniformados, desapareció. Y muy merecidamente.
Pero, lamentablemente, no hubo desde el retorno de la democracia, a
mi humilde entender, una política clara de vuelco en la formación,
profesionalización, valores y cultura de los uniformados que
revirtiera ese sentimiento. Perdimos el respeto, pero debimos perder
también a esos
uniformados y reemplazarlos por otros.
La policía, por su
parte, se dedicó a defender a sus elementos más corruptos y a sus
procedimientos más horripilantes, encerrada en una lógica de jauría
apaleada. Continuó corrompiéndose y envileciéndose en la defensa
de ritos inconsecuentes, retrógrados y violentos.
La doctrina de la mano dura entre ellos jamás se modificó.
He visto una y otra
vez cómo los policías arruinan una escena del crimen. En otras
latitudes sólo entran a la escena los imprescindibles: el detective
a cargo y los técnicos forenses. Todos ellos convenientemente
aislados para no contaminar y sumamente cuidadosos evitando pisar
huellas y arruinar evidencias. Lo mismo respecto de la cadena
probatoria. Aquí en argentina, he visto hasta gobernadores
encharcando y contaminando toda la evidencia, y junto a ellos una
jauría de jerarcas, curiosos, periodistas, etc. Es lógico que nunca
encuentren a nadie, en caso de que quisieran hacerlo.
Retomando, el
respeto por los uniformados se perdió y jamás se hizo ningún
intento de reconstruirlo. A su vez, aparece el fenómeno mundial de
la crisis de representación y se manifiesta en Argentina como
anarquismo infantil que lleva a que la gente desconfíe en forma
suicida del estado, de los jueces, de los sindicatos, de todo. Lo
peor es que hay que desconfiar, eso no está mal, pero no al extremo
de darle la espalda y terminar participando del aquelarre. Se llega
al extremo de no exigir, en incluso participar de las inconductas,
como en “Ladri de biciclette” (Vittorio De Sica), la película
neorrealista de 1948.
Pero, si bien el
respeto se perdió, no se perdió el miedo. Y eso es muy malo porque
origina odio. Ya empezamos a sentir que el policía nos podía no
sólo pegar, sino torturar o matar por … cualquier cosa. Hubiera
debido ser al revés, pero fallamos como sociedad en cambiar lo malo
y conservar lo bueno: hicimos exactamente lo contrario. Y de esto
tiene la culpa la escuela, la sociedad, los gobiernos, los medios de
comunicación social, los partidos políticos y la propia policía.
Pasamos de una
lógica de reverencia basada en el miedo al uniforme y a la violencia
legal, a la simple anomia. Claro, en el interín hubo neoliberalismo
y una fuerte promoción de la desconfianza por lo colectivo. No es
poco.
Hoy el gobierno
plantea mano libre a la represión policial, a las ejecuciones
extrajudiciales, a la violencia uniformada sin posibilidad de
contención. Y la ciudadanía al parecer la apoya. Lo peor que
podemos hacer ante esta situación es ignorarla, minimizarla o poner
el énfasis en el rol nefasto de los medios de comunicación. Si la inseguridad era una sensación, la gente votó en base a esa sensación. Alguna alternativa a la mano dura debemos presentarle.
Retomando, lo que se
debió hacer como sociedad democrática desde el 83 a esta parte es
pasar del miedo al poder visible
(este es un eje vertical) al respeto
entre pares (otro eje muy distinto,
horizontal). Un respeto por las normas comunes y democráticas,
respeto por los demás y por uno mismo. No vimos claramente la
necesidad de ese cambio cultural, y yo me incluyo. No es un camino fácil, como todo cambio cultural llevará décadas, pero necesariamente debemos empezar cuanto antes a transitarlo.