El doctor era un abogado muy bien afeitado,
quincuagenario y flaquito, siempre de saco marrón. En quinto año era mi
profesor de historia en quinto año en el nacional. Creo que lo teníamos tres veces en la
semana, hora de cátedra simple, cerca del final de la mañana.
Ah, guarda, no confundir: teníamos
un vecino que era abogado y del mismo apellido, padre de uno de mis más grandes
amigos, pero que yo sepa no tenía ninguna relación con aquel profesor.
Yo tenía 16
años y a fines de marzo de ese 1977, apenas empezadas las clases, unos tipos de
civil con armas cortas y largas habían allanado ilegalmente la casa de mi
familia y se habían llevado a mi hermana, la mayor de nosotros. A mí casi me
mataron cuando salí de la pieza del fondo, pero a eso ya lo conté demasiadas
veces.
Éramos las ovejas negras del
barrio, con mi familia. Mis padres estaban separados desde hacía casi una
década, algo raro para aquella época. Mamá siempre había sido muy independiente
y trabajaba de maestra desde los 18 años, una maestra justa y firme, muy
laburadora y responsable. ‘Pero’ también era gremialista, de izquierda. En nuestro
barrio, un grupo de edificios habitado por familias de clase burguesa con
aspiraciones (incluyendo varias familias ‘bian’, bien venidas a menos), era lugar común considerar que mi madre estaba
loca y/o que era una borracha.
Y mi hermano, el segundo, era de
izquierda, pero nada que ver con las organizaciones armadas. Era de una
izquierda nacional y popular, que interpretaba al peronismo desde el socialismo
y revindicaba la Patria Grande de Bolívar (esa de la que muchos se enteraron recién allá
por 2004 cuando la contracumbre del ALCA).
Yo también militaba en ese grupo desde
mis doce años, cuatro menor que él y a pesar, precisamente por la edad, de la
oposición inicial que intentó. Tuve que amagar irme a la UES para que no me
hinchara las bolas y me dejara hacer mi voluntad. Podrá pensarse que lo mío era
seguidismo, pero yo sentía fuerte devoción por Salvador Allende y creía
sinceramente en la vía democrática al socialismo y en la unidad de américa
latina contra el imperialismo. Desconfiaba de las organizaciones armadas porque
no veía que estuvieran los obreros en esa lucha. No estaban. Y yo, tan pequeño
como con 12 o 14 años, ya sabía que los trabajadores eran el sujeto de la
revolución. Amaba al Che, era como un padre, pero no creía en el foquismo y en
la idealización de la violencia. Bueno, a decir verdad, tampoco conocía el
término foquismo en aquel momento,
pero tenía bien caracterizado el fenómeno.
Un tiempo antes de que yo me
desilusionara del FIP (así se llamaba aquel partido que describí en el punto
anterior), mi hermana, en cambio, la mayor de nosotros, entró con todo a la JUP
de la universidad católica. Ella estudiaba filosofía y la JUP, la juventud
universitaria peronista, se encolumnaba en la Tendencia revolucionaria del Peronismo, como la JP (juventud
peronista), la UES (estudiantes secundarios), la JTP (juventud trabajadora
peronista) y otras organizaciones que constituían la periferia del fenómeno montonero. Asambleas, panfleteadas,
pintadas, no más que eso hacían los ‘periféricos’ como mi hermana, porque las
acciones militares estaban estrictamente reservadas a la oficialidad de montoneros.
Para el primer aniversario del
golpe militar iba a venir Videla (cabeza de la junta militar de la dictadura) a
nuestra ciudad, Santa Fe, y para hacer buena letra, las patotas (grupos de
tareas policial-militar, violentos y fascistas) de la ciudad, hicieron el día
anterior una gran redada entre los periféricos
de la zona. Cayeron el 90%, creo yo, de los también llamados `perejiles, en la
jerga pesada. Entre ellos mi hermana. Todos fueron secuestrados el miércoles 23
de marzo de 1977, como una cacería de pichones que todavía no podían volar.
Fueron torturados, violados y mucho más, toda la mierda de la que la peor
dictadura militar de nuestra historia era capaz.
Bueno, disculpen este largo
interludio pero era para situarlos en lo que era mi vida en aquel último año de
secundaria. Ya mamá no militaba para aquel momento, tampoco mi hermano. Ni yo,
desilusionado en 1975 por el apoyo del partido al gobierno de Isabel Perón que había
mutado en preludio de dictadura, con grupos de tareas parapoliciales y
paramilitares, que pronto dejarían de necesitar el prefijo ‘para’…
Al día siguiente de aquel templado
miércoles de marzo de allanamiento, estrés, gritos, sensación de muerte
inminente, incertidumbre y miedo, creo que fui a la escuela igual. Fui con gran
temor de que me echaran por ser familiar de un demonizado, de un ‘terrorista
subversivo’. Pero nadie pareció tomar nota. Yo también hice mi parte: pasaba a
mil kilómetros por hora por la puerta de la preceptoría para que el gordo cara
de bobo de Esquive, el jefe de preceptores, no me viera. Tenía cara de bobo,
pero su comportamiento era sádico, paranoico, de violencia apenas contenida.
No dije nada a nadie de lo que había pasado, ni siquiera a mis compinches,
Luis, Liche y el Ruso. No iba a hablar del tema por un par de años, tenía
miedo.
Debo volver a gervason, el
profesor de historia y abogado que tenía unas tres clases de una hora a la
semana con nuestra división (creo que era la “C”). Bueno, el tipo llegaba media hora más tarde de cuando debía y en los diez minutos que le quedaban se la pasaba hablando de
política y denostando a “los barbudos”, como les decía a la gente de izquierda.
Esos diez minutos los destinaba íntegramente a agradecer a las fuerzas armadas (“esta gente”) por salvarnos de esos
barbudos que nos iban a someter a las más grandes iniquidades, que nos iban a
quitar las casas, los autos, la comida y nos iban a dejar como espectros
polvorientos al costado de los caminos. Cosas por el estilo decía, una y otra
vez, durante diez minutos tres veces a la semana. Que nos iban a quitar los
hijos, la sonrisa, las ganas de vivir y nos iban a mandar a un campo de
concentración a cosechar papa, azúcar, bosta de caballo o cualquier cosa. Era
obvio, además del delire, que el tipo se referenciaba un poco en la leyenda de
los ‘barbudos’ de Fidel y el Che, ¡al menos según el “maiami jeral”!.
Estaba obsesionado contra la
libertad, a la que llamaba libertinaje, y sermoneaba continuamente en defensa
de morales medievales y de una honestidad
de fachada, anticuada e impostada. Su mundo era binario y, al mismo tiempo, caricaturesco: la gente bien contra los barbudos.
“De todo eso nos ha salvado esta
gente”, y gervason pronunciaba esta gente
con los ojos en blanco, una honda resonancia y gesto de busto de bronce, la
mano derecha a la altura de los ojos y con el dorso al frente en señal de respeto
y reconocimiento. Luego sabríamos que “esta gente” había tirado personas vivas de
los aviones y había asesinado a sangre fría a indefensos, torturado, desaparecido, robado
bienes e incluso criaturas, e innumerables atrocidades más.
Jamás nos habló el doctor acerca de
la historia argentina del siglo XIX, que era lo que se suponía que tenía que
dar.
Por suerte para agosto se
enfermó, tal vez se atragantó con las barbas que vomitaba, discursivamente, tres
veces por semana.
Ante su falta, vino una profesora, ahora sí, de historia, y joven, que en dos meses nos puso al día. Y empezamos a
hablar en clase de Rosas, Mitre, Roca, Urquiza y otros, como debía ser. Me doy
cuenta ahora de que Mitre, y algun otro, también usaron barba, pero esa disposición
de arreglo masculino de la pilosidad facial ya no era el tema a resaltar.
Claro, la profesora llegaba a
horario y eso le daba una ventaja enorme por sobre el discurseador anti barbudos. La nueva educadora nos
asignaba a cada uno un tópico para investigar y exponer. Luego de la exposición del alumno, el
curso debatía sobre la base de preguntas guía que ella elaboraba, o acotaciones
que surgían de algún compañero.
El doctor ya no volvió más y confío en que gracias a eso la mayoría de
nosotros terminó la secundaria con alguna idea de lo que habían significado
aquellos tiempos y personajes que tuvieron que ver con la organización del país.
Nosotros, los compinches, nos
cagábamos de risa del tipo y notábamos su deshonestidad y su hipocresía. Dudo
que muchos más en el curso se hubieran dado cuenta. Estaba robando el sueldo
yendo un cuarto del tiempo que le correspondía y por el que se le pagaba. ¿Qué
digo?: en realidad no aportaba ni un cuarto: no aportaba nada. No preparaba la
clase, no tocaba ni por asomo el tema curricular. Al menos podría haber divagado
sobre aquellos tiempos históricos. Pero no, él estaba obsesionado con 'los barbudos', lo de ese presente.
Seguramente lo desestabilizaba alguna
fuerte pulsión homosexual por la masculinidad que expresa una barba de
guerrillero sudoroso en un uniforme verde olivo y a caballo.
Por suerte para él, su “esta
gente” que no usaba barba y tenía los uniformes inmaculados, lo había podido salvar
de ser sometido a sus instintos por aquellos sucios barbudos que al parecer poblaban sus
pesadillas.
Esteban Cámara
Santa Fe, 4 de enero de 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios son en su totalidad moderados. No se admiten mensajes de odio, descalificaciones, insultos, ofensas, discriminación y acusaciones infundamentadas. El autor se reserva el derecho de no publicar comentarios anónimos.