jueves, 4 de enero de 2018

El doctor gervason

El doctor era un abogado muy bien afeitado, quincuagenario y flaquito, siempre de saco marrón. En quinto año era mi profesor de historia en quinto año en el nacional. Creo que lo teníamos tres veces en la semana, hora de cátedra simple, cerca del final de la mañana.

Ah, guarda, no confundir: teníamos un vecino que era abogado y del mismo apellido, padre de uno de mis más grandes amigos, pero que yo sepa no tenía ninguna relación con aquel profesor.

Yo tenía 16 años y a fines de marzo de ese 1977, apenas empezadas las clases, unos tipos de civil con armas cortas y largas habían allanado ilegalmente la casa de mi familia y se habían llevado a mi hermana, la mayor de nosotros. A mí casi me mataron cuando salí de la pieza del fondo, pero a eso ya lo conté demasiadas veces.

Éramos las ovejas negras del barrio, con mi familia. Mis padres estaban separados desde hacía casi una década, algo raro para aquella época. Mamá siempre había sido muy independiente y trabajaba de maestra desde los 18 años, una maestra justa y firme, muy laburadora y responsable. ‘Pero’ también era gremialista, de izquierda. En nuestro barrio, un grupo de edificios habitado por familias de clase burguesa con aspiraciones (incluyendo varias familias ‘bian’, bien venidas a menos), era lugar común considerar que mi madre estaba loca y/o que era una borracha.

Y mi hermano, el segundo, era de izquierda, pero nada que ver con las organizaciones armadas. Era de una izquierda nacional y popular, que interpretaba al peronismo desde el socialismo y revindicaba la Patria Grande de Bolívar (esa de la que muchos se enteraron recién allá por 2004 cuando la contracumbre del ALCA).

Yo también militaba en ese grupo desde mis doce años, cuatro menor que él y a pesar, precisamente por la edad, de la oposición inicial que intentó. Tuve que amagar irme a la UES para que no me hinchara las bolas y me dejara hacer mi voluntad. Podrá pensarse que lo mío era seguidismo, pero yo sentía fuerte devoción por Salvador Allende y creía sinceramente en la vía democrática al socialismo y en la unidad de américa latina contra el imperialismo. Desconfiaba de las organizaciones armadas porque no veía que estuvieran los obreros en esa lucha. No estaban. Y yo, tan pequeño como con 12 o 14 años, ya sabía que los trabajadores eran el sujeto de la revolución. Amaba al Che, era como un padre, pero no creía en el foquismo y en la idealización de la violencia. Bueno, a decir verdad, tampoco conocía el término foquismo en aquel momento, pero tenía bien caracterizado el fenómeno.

Un tiempo antes de que yo me desilusionara del FIP (así se llamaba aquel partido que describí en el punto anterior), mi hermana, en cambio, la mayor de nosotros, entró con todo a la JUP de la universidad católica. Ella estudiaba filosofía y la JUP, la juventud universitaria peronista, se encolumnaba en la Tendencia revolucionaria del Peronismo, como la JP (juventud peronista), la UES (estudiantes secundarios), la JTP (juventud trabajadora peronista) y otras organizaciones que constituían la periferia del fenómeno montonero. Asambleas, panfleteadas, pintadas, no más que eso hacían los ‘periféricos’ como mi hermana, porque las acciones militares estaban estrictamente reservadas a la oficialidad de montoneros.

Para el primer aniversario del golpe militar iba a venir Videla (cabeza de la junta militar de la dictadura) a nuestra ciudad, Santa Fe, y para hacer buena letra, las patotas (grupos de tareas policial-militar, violentos y fascistas) de la ciudad, hicieron el día anterior una gran redada entre los periféricos de la zona. Cayeron el 90%, creo yo, de los también llamados `perejiles, en la jerga pesada. Entre ellos mi hermana. Todos fueron secuestrados el miércoles 23 de marzo de 1977, como una cacería de pichones que todavía no podían volar. Fueron torturados, violados y mucho más, toda la mierda de la que la peor dictadura militar de nuestra historia era capaz.

Bueno, disculpen este largo interludio pero era para situarlos en lo que era mi vida en aquel último año de secundaria. Ya mamá no militaba para aquel momento, tampoco mi hermano. Ni yo, desilusionado en 1975 por el apoyo del partido al gobierno de Isabel Perón que había mutado en preludio de dictadura, con grupos de tareas parapoliciales y paramilitares, que pronto dejarían de necesitar el prefijo ‘para’…

Al día siguiente de aquel templado miércoles de marzo de allanamiento, estrés, gritos, sensación de muerte inminente, incertidumbre y miedo, creo que fui a la escuela igual. Fui con gran temor de que me echaran por ser familiar de un demonizado, de un ‘terrorista subversivo’. Pero nadie pareció tomar nota. Yo también hice mi parte: pasaba a mil kilómetros por hora por la puerta de la preceptoría para que el gordo cara de bobo de Esquive, el jefe de preceptores, no me viera. Tenía cara de bobo, pero su comportamiento era sádico, paranoico, de violencia apenas contenida. No dije nada a nadie de lo que había pasado, ni siquiera a mis compinches, Luis, Liche y el Ruso. No iba a hablar del tema por un par de años, tenía miedo.

Debo volver a gervason, el profesor de historia y abogado que tenía unas tres clases de una hora a la semana con nuestra división (creo que era la “C”). Bueno, el tipo llegaba media hora más tarde de cuando debía y en los diez minutos que le quedaban se la pasaba hablando de política y denostando a “los barbudos”, como les decía a la gente de izquierda. Esos diez minutos los destinaba íntegramente a agradecer a las fuerzas armadas (“esta gente”) por salvarnos de esos barbudos que nos iban a someter a las más grandes iniquidades, que nos iban a quitar las casas, los autos, la comida y nos iban a dejar como espectros polvorientos al costado de los caminos. Cosas por el estilo decía, una y otra vez, durante diez minutos tres veces a la semana. Que nos iban a quitar los hijos, la sonrisa, las ganas de vivir y nos iban a mandar a un campo de concentración a cosechar papa, azúcar, bosta de caballo o cualquier cosa. Era obvio, además del delire, que el tipo se referenciaba un poco en la leyenda de los ‘barbudos’ de Fidel y el Che, ¡al menos según el “maiami jeral”!.

Estaba obsesionado contra la libertad, a la que llamaba libertinaje, y sermoneaba continuamente en defensa de morales medievales y de una honestidad de fachada, anticuada e impostada. Su mundo era binario y, al mismo tiempo, caricaturesco: la gente bien contra los barbudos.

“De todo eso nos ha salvado esta gente”, y gervason pronunciaba esta gente con los ojos en blanco, una honda resonancia y gesto de busto de bronce, la mano derecha a la altura de los ojos y con el dorso al frente en señal de respeto y reconocimiento. Luego sabríamos que “esta gente” había tirado personas vivas de los aviones y había asesinado a sangre fría a indefensos, torturado, desaparecido, robado bienes e incluso criaturas, e innumerables atrocidades más.

Jamás nos habló el doctor acerca de la historia argentina del siglo XIX, que era lo que se suponía que tenía que dar.

Por suerte para agosto se enfermó, tal vez se atragantó con las barbas que vomitaba, discursivamente, tres veces por semana.

Ante su falta, vino una profesora, ahora sí, de historia, y joven, que en dos meses nos puso al día. Y empezamos a hablar en clase de Rosas, Mitre, Roca, Urquiza y otros, como debía ser. Me doy cuenta ahora de que Mitre, y algun otro, también usaron barba, pero esa disposición de arreglo masculino de la pilosidad facial ya no era el tema a resaltar.

Claro, la profesora llegaba a horario y eso le daba una ventaja enorme por sobre el discurseador anti barbudos. La nueva educadora nos asignaba a cada uno un tópico para investigar y exponer. Luego de la exposición del alumno, el curso debatía sobre la base de preguntas guía que ella elaboraba, o acotaciones que surgían de algún compañero.

El doctor ya no volvió más y confío en que gracias a eso la mayoría de nosotros terminó la secundaria con alguna idea de lo que habían significado aquellos tiempos y personajes que tuvieron que ver con la organización del país.

Nosotros, los compinches, nos cagábamos de risa del tipo y notábamos su deshonestidad y su hipocresía. Dudo que muchos más en el curso se hubieran dado cuenta. Estaba robando el sueldo yendo un cuarto del tiempo que le correspondía y por el que se le pagaba. ¿Qué digo?: en realidad no aportaba ni un cuarto: no aportaba nada. No preparaba la clase, no tocaba ni por asomo el tema curricular. Al menos podría haber divagado sobre aquellos tiempos históricos. Pero no, él estaba obsesionado con 'los barbudos', lo de ese presente.  Seguramente lo desestabilizaba alguna fuerte pulsión homosexual por la masculinidad que expresa una barba de guerrillero sudoroso en un uniforme verde olivo y a caballo.

Por suerte para él, su “esta gente” que no usaba barba y tenía los uniformes inmaculados, lo había podido salvar de ser sometido a sus instintos por aquellos sucios barbudos que al parecer poblaban sus pesadillas.



Esteban Cámara

Santa Fe, 4 de enero de 2018

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