Coca en 1939
La Coca, Elsa Leda García, tenía
cincuenta y dos años, seis meses y nueve días a las nueve de la noche del
23/03/1977. Me disculparán la falta de precisión, pero no sé a qué hora nació. A
esa hora se la llevaron secuestrada a mi hermana Ana María, de 21 años, cuatro
meses y veinte días de edad.
Madre e hija (Ana), 1956
Ya he contado las circunstancias
del secuestro, cautiverio ilegal y torturas de mi hermana. Sólo digamos que hoy
está bien, aunque su hígado parece haber pagado por aquella barbarie. A veces un
órgano sufre por todo el cuerpo, a pesar de que su enfermedad es congénita y se
presenta en una persona de cada trescientas mil. Pero el estrés, los nervios,
el dolor, la impotencia seguramente hicieron su maldita faena. La picana,
las heridas, las quemaduras, los puñetazos, los insultos, los fusilamientos
simulados, el odio y sadismo injustificado de aquellos hijos de puta... probablemente también.
En fin, mamá estaba divorciada
desde hacía una década. Llevaba 34 años ejerciendo la docencia, desde los 18
años en los que egresó de la Escuela Normal de Santa Fe con el título de
Maestra Normal. Había nacido un 13 de octubre de 1924, en Santa Fe. Siempre
contaba hechos de su infancia, tan feliz y llena de travesuras en general.
Cierta vez, el viejo médico de la familia le detectó un problema de columna
cuando tenía apenas dos años. A la Cocona, como el Dr. la llamaba, la operó él
mismo en el Hospital Cullen y no tuvo nunca más problemas. Creo que con esas
anécdotas me transfirió el valor del recuerdo, del afecto, de los momentos
compartidos, ese capital que atesoramos en mi familia.
Empezó a trabajar como maestra,
apenas egresada de la Escuela Normal San Martìn de Santa Fe, en un pueblito de
la cuña boscosa santafesina. Margarita, se llama el pueblo. Ella y su carácter
fuerte, aunque amable y respetuoso. “La señorita Coca se las aguanta”, diría un
“alumnito” de 14 años y manos como adoquines, famoso por haberle pegado a otra
maestra pero que a ella no se animaba a levantarle ni la vista.
Beba, la hermana mayor, Coca al lado de su papá Lorenzo Ángel García, Judith parada (la 2da. hija), Daysi, la menor, en brazos de su madre Felipa Neri Vigil, cerca de 1926. |
Para el año 77 llevaba ya mucho de
Directora de escuela y tenía un don innato para el liderazgo. Era firme pero
justa, hoy dirían que con mucho de “coaching”, enseñando y corrigiendo a sus, a
veces, cuasi imbéciles colaboradoras.
El día que la llevaron a Ana, fue
justamente ella la que recibió la llamada que le avisaba del peligro por el
secuestro de una compañera de mi hermana. Luego de una ronda infructuosa de
llamadas para localizarla se fue a esperarla a la parada de colectivos. Aguantó
veinte o treinta minutos y se tuvo que volver, abrumada por la ansiedad y la
responsabilidad de preparar la cena. Hoy no entiendo cómo no fuimos a esperar a
mi hermana a la parada con un bolso lleno de su ropa para que se vaya y no se
arriesgue al oprobio que finalmente se cumplió. Una disculpa para todos
nosotros es que en aquella época no sabíamos de los campos de concentración, de
los vuelos de la muerte y de los enfrentamientos fraguados. Creíamos que a los
detenidos los llevaban a una comisaría y a los pocos días los pondrían frente a
un juez. Éramos tan ingenuos…
Mamá preparó arroz con leche esa
noche: la cena para cinco. Por aquella época no andábamos tan mal: en años
anteriores muchas cenas las salteábamos: apenas una infusión y un poco de pan.
Con suerte, algo de manteca para saborizarlo.
Mamá, Guillermo y Yo en 1979. Ana estaba en la cárcel de Villa Devoto.
Ella nunca pareció desinflarse con
tanta desventura económica a pesar de que su niñez fue muy diferente, en el
seno de una familia rica del señorial barrio Candiotti de Santa Fe. Iban, los
veranos de la década del veinte a refrescarse a la laguna Setúbal en auto, no
muchos podía tener coche en aquella época. Vivían en un chalet francés sobre
el bulevar.
Muchas veces la escuché contar de
esos paseos en coche hasta la playa en el húmedo e insoportable verano
santafesino. Con su mamá Felipa Neri Vigil, sus hermanas Beba, Judith y Daisy. Las
hermanas habían nacido con un año de diferencia, casi exacto. Mi abuelo Lorenzo
al volante en esas tardecitas, llevaba a la por entonces infantil Coca a pasar
un rato refrescante jugando en el agua con sus hermanitas.
De la abuela, a quien conocí ya aquejada de
Alzheimer (arteriosclerosis por aquella época), sólo recuerdo que era como un
ente, cuando la visitábamos en su exilio económico de Córdoba. Una viejita
callada que ya no reconocía ni a sus hijas que quedaron en Santa Fe, las pocas
veces que pudimos ir a visitarla. Era como una sombra gris casi inmóvil para mi niñez impresionable.
La menor de las hermanas, Daysi,
soltera y ensombrecida por la muerte de su mamá, ocurrida el año anterior, se
dejó morir en Córdoba a los 46 años, dejando sola a su hermana Beba, la mayor,
quien era su compañera de desventura. Yo sólo me acuerdo de sus fotos.
Beba no iba a aguantar mucho la
soledad: Un año después de la muerte de Daysi tomó barbitúricos con cerveza en
cantidad suficiente como para aliviar su dolor para siempre. Eran los
principios de la década del 70: Estos importantes afectos y testigos de la historia de mamá, la madre y dos de las hermanas, se fueron en años consecutivos.
Judith, la otra hermana del medio,
era su compinche y compañera de travesuras infantiles y mucho tiempo más acompañó a Mamà en playas, lisos y puchos.
Mamá siempre hacía fuerza contra
el destino, aunque muchas noches aquel llanto amargo y ronco proveniente de su
pieza, nos vedaba el sueño. La impotencia por las cuentas impagas, la bronca y
la dificultad para cubrir las crecientes necesidades de tres chicos la ahogaba. No
recuerdo haber tenido nunca más que un par de zapatillas, tenía que esperar que
se rompieran las actuales para que mamá sacara las siguientes. Y a crédito. A
pesar de todo, los tres terminamos el terciario o la universidad. Se imaginarán
la torturante impotencia de tres niños al escuchar llorar a su madre y no poder
hacer nada.
Una vez la Coca ganó una plata grande en la quiniela. Ese día vino con jeans, zapatillas y ropas para todos, menos para ella. Y comida también. Yo debo haber tenido unos 11 años.
Durante mucho tiempo no cenábamos,
salvo pan y alguna infusión y escuchábamos a Mamá llorar porque el sueldo,
injusto, no le alcanzaba para pagar la cuenta del almacén.
Es la misma madre que peleó como una leona los casi 5 años que Ana estuvo presa de la dictadura infame, visitando innumerables despachos, viajando a Buenos Aires, a la cárcel de Villa Devoto sin saltearse una sola visita. Rasguñaba monedas de dónde podía, pero iba. Ella fue otra víctima no reconocida de la represión, tanto que, una vez libre Ana, cayó en una profunda depresión de años, con sus defensas sencillamente agotadas por luchar contra tanta barbarie. Ella provenía de una familia "bien" de Santa Fe, del Yatch Club y la escuela religiosa (N.S. del Huerto) y siempre fue muy sensible a la injusticia, aunque debo reconocer que en algún momento estuvo contaminada por los prejuicios de su clase.
Es la misma madre que peleó como una leona los casi 5 años que Ana estuvo presa de la dictadura infame, visitando innumerables despachos, viajando a Buenos Aires, a la cárcel de Villa Devoto sin saltearse una sola visita. Rasguñaba monedas de dónde podía, pero iba. Ella fue otra víctima no reconocida de la represión, tanto que, una vez libre Ana, cayó en una profunda depresión de años, con sus defensas sencillamente agotadas por luchar contra tanta barbarie. Ella provenía de una familia "bien" de Santa Fe, del Yatch Club y la escuela religiosa (N.S. del Huerto) y siempre fue muy sensible a la injusticia, aunque debo reconocer que en algún momento estuvo contaminada por los prejuicios de su clase.
Yo soy totalmente ateo pero creo que nadie se muere del todo mientras los demás lo recuerden y por eso es casi un servicio que les debemos: Atesorar y propagar todos los recuerdos posibles.
Coca nos dejó de herencia las cosas más valiosas del mundo: La lectura, la capacidad de trabajo y la sinceridad a toda costa. Crecimos carecientes de muchas cosas. Ella, con su magro sueldo de maestra, básico (estafada por los curas de la escuela en donde ella era, de hecho, la Directora doble turno, y de "recibo", la Vice de la mañana) pudo pagar la hipoteca de la casa, mandarnos a la universidad a los tres y sostenernos a los 4, frente al abandono y/o argucias leguleyas de mi viejo.
Coca nos dejó de herencia las cosas más valiosas del mundo: La lectura, la capacidad de trabajo y la sinceridad a toda costa. Crecimos carecientes de muchas cosas. Ella, con su magro sueldo de maestra, básico (estafada por los curas de la escuela en donde ella era, de hecho, la Directora doble turno, y de "recibo", la Vice de la mañana) pudo pagar la hipoteca de la casa, mandarnos a la universidad a los tres y sostenernos a los 4, frente al abandono y/o argucias leguleyas de mi viejo.
Habiendo sido casi toda su vida
católica, echó al cura de la terapia intensiva, en las inmediaciones de la
muerte, fiel al ateísmo al que había adherido en sus últimos años, el mismo de
sus hijos.
Transcripto por ella de puño y letra
Coca con Julieta en brazos, Abi, Ana, Matías, Néstor, Sol, Florencia y Martín con cachorritos de la Sol. Año 2000.
Su último día (julio de 2002) fui
a visitarla en la sala de terapia intensiva a la hora del almuerzo, luego de
varios ACV. Ya no me reconoció. Hacía un par de días que no comía. Su estado se
deterioraba a ojos vista. En un momento dado, profirió las últimas palabras que
yo le iba a escuchar: “Tengo unos hijos muy alegres”, dijo con orgullo. Fue lo
único que dijo durante mi visita.
Martín, Coca con Julieta en brazos, Abigail y Matías en 2001. De fondo, una huerta enfrente de casa.
Esa noche mi hermana Ana fue a verla y Mamá tuvo una ensoñación que le contó: Iba caminando al sol con nosotros por entre unas huertas o por el campo, feliz y contenta. Ella hacía un par de años que estaba en silla de ruedas. Esa fantasía la colmó de felicidad. Yo quiero creer que ese paseo fue en parte un recuerdo de cuando me venía a visitar a mi casa, rodeada de huertas. Solíamos salir a caminar al mediodía con mis hijos Martín, Matías y Julieta (Irina todavía no había llegado) y la Sol, mi perrita boxer, por entre los plantíos de repollos, batatas, lechugas y tomates. Ana alguna vez también nos acompañó.
Hubiera estado tan orgullosa de nosotros cuando declaramos en el juicio contra los represores santafesinos de 2009, me la imagino asintiendo con su clásica semisonrrisa desde el lugar del universo en el que estuviera.
“Tengo unos hijos muy alegres”,
había dicho unas horas antes, en lo que sería nuestra despedida. Era la muestra de lo importante que fue la alegría en su vida tan dura. La alegría que expresaba su cara, de su boca. Y su rostro ferozmente marcado por los surcos de una lucha eterna,
Mamá en 1999, a las risas sobre mi Kawasaki
Esteban Cámara
Santa Fe, octubre de 2010
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