Nunca había ido a la ex Esma, ese antro del horror de los años '70. Allí estuvieron desaparecidos miles de argentinos durante la última dictadura militar. Fueron torturados, algunas chicas parieron horas antes de que las tiren de un avión al Río de la Plata, seguramente en llanto por dejar atrás un pedacito de amor. Otro rehén, otra víctima.
Pasó una vez. Y cientos.
Allí los condenados sin juicio escucharon los gritos de sus compatriotas festejando los goles argentinos que nos permitieron salir campeones del mundo por primera vez en el estadio de River, 1978. Ellos también gritaron. Fuera de las torturas, fuera de las quemadas con la brasa del cigarrillo de las hienas humanas que allí los tenían, fuera de la picana que recorría sus cuerpos, de los bofetones, de las violaciones, de los miembros quebrados por gusto y perversión gritaron los goles. Gritaban de argentinos, gritaban de alegría en medio de su tragedia inenarrable. Gritaban de empatía con ese pueblo que los ignoró, que quiso ser ciego, que tardó demasiado en despertar.
Finalmente, en octubre de 2015 pude ir. Me tomé el tren y me bajé en la estación que está a unas 10 cuadras para ir caminando con mi pareja.
Apenas entramos, fuimos a lo que había sido el Liceo Naval, una escuela secundaria. Al vernos en el hall, una señora que allí trabaja, creo que hermana de un desaparecido, nos empezó a contar. Yo me horroricé de que allí en la escuela, seguramente los niños , alumnos del instituto, escuchaban los alaridos del horror de "capucha" y "capuchita", cercanos, a menos de cien metros. Allí en las 'capuchas' estaban detenidos y siendo torturados jóvenes no mucho mayores que ellos. Nada de eso les importaba a esos horripilantes genocidas.
La señora entonces nos llevó a un pasillo en donde estaban expuestas las fotos de cientos o miles de compañeros desaparecidos que habían pasado por ese antro. Las láminas, en blanco y negro, tipo documento, pendían tomadas con cordeles de sus esquinas superiores. Una corriente de viento que entraba por unas claraboyas hacía bambolear esos retratos de gente joven, mujeres y hombres, niños... raramente alguien de más de 40 años. En su balanceo por la brisa, producían un leve murmullo, como pedidos de auxilio sin esperanza.
Empecé a llorar de golpe, casi como un volcán, incontenible. La garganta se me cerraba y en lo alto del pecho parecía que me crecía una masa rígida. Me descompuse. Nuestra guía se dió cuenta y nos sacó de allí al patio. Supo que no podría seguir la recorrida, dijo que me entendía. Mi pareja es cubana, no entendía nada.
Luego de un rato en el patio, sentado bajo los árboles, me calmé.
Capucha y capuchita estaban cerradas. Bueno, menos mal: hubiera sido casi suicida entrar.
Al salir nos fuimos caminando cerca de un kilómetro por avenida del Libertador hacia el centro.
Yo miraba los edificios de enfrente y pensaba si los torturadores al terminar su siniestra labor irían a sus casas a besar a sus hijos, si los ayudarían en sus tareas. Si colaborarían, al menos, en levantar los platos de la mesa. No me cabía en la cabeza que se pudiera hacer lo que ellos hicieron. En mi Argentina, un país que prácticamente no tuvo guerras, no tuvo odios. Un país bendecido por los elementos, de fértil suelo y clima moderado.
Pocos meses después leía el calvario de la hija de un torturador de allí. No, no ayudaban, no daban cariño ni siquiera a sus hijos. Eran perversos, inhumanos y torturadores incluso en sus casas.
Ayer leía lo que contaba la hija de uno de los mayores chacales de la represión (link al final de la nota) y hablaba de lo mismo: jamás recibió cariño por parte de su padre, sólo golpes e insultos, desprecio, presión permanente e inhumana. Hasta se había cambiado el nombre. Ser hija de semejante sádico le cagó la vida, pero la resiliencia puede más y hoy empezó a ir a las marchas contra la impunidad, que cada vez son más numerosas. Ni siquiera el poder de fuego de los medios hegemónicos y su prédica mentirosa puede con el rechazo que sembraron esos malditos en nosotros.
Este pueblo no olvida: ¡Adonde vayan los iremos a buscar!
http://www.revistaanfibia.com/cronica/marche-contra-mi-padre-genoncida/
Esteban Cámara
Santa Fe, 13 de mayo de 2017.