Czeslawa Kwoka (polaca, 14 años) minutos antes de su muerte en Auschwitz por una inyección de fenol en el corazón |
Trato de no poner textos ajenos, últimamente. Pero no pude resistirme a subir esta nota de Sandra Russo en Página12.
Quiero dedicarle esta lectura, durísima, a todos aquellos que conozco y que defienden la causa del nazismo.
Especialmente quiero dedicárselo a mi, por aquel entonces, querida flaca A., ultracatólica, que decía que no hubo 6.000.000 de muertos en campos de concentración nazis. Que no hubo ni dos millones y medio, tal vez menos de un millón y medio.
No importa, querida, basta mucho menos para configurar una atrocidad increíble, indefendible, inexcusable. Ni siquiera excusable en una mínima parte. Racismo, violencia, sadismo, genocidio. Fascismo, simplemente.
Czeslawa era católica y polaca. No les importó. Era católica como vos, flaca. A vos también te hubieran matado. A mí, ni hablar. No hubiera durado ni un segundo.
Acá tambien en argentina algunos imbéciles discuten si fueron 30.000 o menos los desaparecidos. Pero lo importante fue que fue un sistema genocida implementado implacablemente y con alevosía.
En realidad fueron muchos más de 30.000, porque hay que sumar a los asesinados en enfrentamientos fraguados. A los torturados que luego liberaron pero que nunca se libraron del recuerdo de sus tormentos. Quebrados. A los quinientos niños secuestrados y apropiados ilegalmente, de dos tercios de los cuales no sabemos todavía nada y cuyos familiares los siguen buscando. A los exiliados, a los perseguidos y a los presos políticos sometidos a torturas y agresiones constantes. Y tambien a los familiares que sufrieron persecución y sintieron a la muerte picando cerca. Como yo.
Yo nunca hablé abiertamente del secuestro de mi hermana, hasta por lo menos el año 2006. A vos te había contado, creo. Y a un puñado más. Pero solamente a quienes les tenía máxima confianza. Creo que en el hospital cullen en donde trabajé de 1983 a 1994, nunca lo conté.
Ese efecto te causa la tortura y el encarcelamiento casi infinito en un familiar directo, la persecución a la propia persona, el miedo a ser señalado, apartado, aprehendido. Torturado. Asesinado. Un par de veces me salvé por intervención providencial, pero no de ése en el que vos creés y yo no. No, ése no existe.
Me salvé porque otro pecador como yo salvó mi vida casi sin darse cuenta. Un justo, o varios, entre las naciones.
De Página12 (LINK)
Día en Memoria de las Víctimas del Holocausto
Czeslawa Kwoka y la historia de las fotos de Auschwitz
El 27 de enero de 1945 las tropas soviéticas liberaron Auschwitz-Birkenau. Las imágenes tomadas por un prisionero fueron luego coloreadas y reviven el asesinato, la eliminación masiva y los grados de crueldad del exterminio nazi en ese campo de concentración.
Por Sandra Russo
Colorear a veces hace revivir. No siempre, pero cuando se trata de imágenes que sólo habían sido vistas en blanco y negro, muchas de ellas rápido, sin detenerse en los detalles por lo insoportable de lo que se veía, poner color es acercar el foco, descubrir el brillo en la mirada, inclinar al que mira la foto hacia quien está fotografiado. En algunos casos, como en éste, es revivir el asesinato, la eliminación masiva y los grados de crueldad insondables que el blanco y negro va destiñendo. Casi todo el imaginario en blanco y negro que el mundo tiene sobre lo que sucedió en Auschwitz lo produjo un prisionero, Wilhelm Brasse, nacido en la Polonia ocupada. Fue capturado muy joven, cuando era ayudante de fotografía en un local de su pueblo, Zywiec, y como hablaba alemán le ofrecieron unirse a los nazis. Se negó y fue enviado al entonces flamante centro de concentración de Auschwitz-Birkenau, en 1940. Ya colgaba en sus portones de hierro la leyenda “El trabajo hace libre”.
El primer jefe del centro era Maximilian Grabner, que en 1947 fue condenado a morir en la horca por más de 25.000 asesinatos, entre más del millón y medio que tuvieron lugar allí, entre ellos los de 230.000 menores de doce años. En el 40, había allí judíos, homosexuales, gitanos y “presos políticos”, que eran todos los miembros de la familia de cualquier comunista, o gente “suelta” que era levantada en el camino. Pronto llegó Mengele y comenzó con sus experimentos. Los nazis tenían la obsesión de documentar todo, porque estaban convencidos de que matarían a todos los necesarios para imponer su supremacía. Grabner mandó a averiguar si algún prisionero era fotógrafo, y encontraron a Brasse. Le confiaron la tarea de fotografiar de frente y de ambos perfiles a todos los prisioneros, y de registrar los experimentos de Mengele.
Brasse trabajó en silencio y en medio de una profunda perturbación íntima durante cinco años. Hizo alrededor de 50.000 fotografías que hoy forman parte estructural del Museo de Auschwitz. Tuvo un trato ligeramente preferencial: cuando no fotografiaba los cuerpos que iban esqueletizándose, lo mandaban a la cocina a trabajar como ayudante. Luego de la liberación de Auschwitz por las tropas rusas, él y los sobrevivientes fueron trasladados unas semanas a otro campo para atenderlos, mientras el mundo asistía a uno de los hallazgos de deshumanización más feroces de la historia humana. Los negativos habían quedado en Auschwitz pero fueron recuperados en su totalidad.
Cuando por fin salió a la vida otra vez, y hasta sus 92 años, cuando murió, Brasse nunca volvió a sacar una foto. Fue llamado “el fotógrafo de Auschwitz” siempre: el trauma de haber visto y registrar lo acompañó como una niebla interna durante toda su vida.
Pero una de las fotos que había tomado cuando era prisionero, la de una niña de 14 años, Czeslawa Kwoka, viajó en el tiempo y un día de hace algunos pocos años aterrizó en la mesa de trabajo de la fotógrafa y colorista brasileña Anna Amaral. El proceso del color sobre la foto de la niña que poco después de ser retratada fue asesinada con una inyección de fenol en el corazón por un oficial nazi, produce el efecto de un nuevo acercamiento a esa tragedia.
Czeslawa, católica, vivía en una pequeña casa con su madre, Katarzyna Kwoka, y las dos habían sido cazadas en el camino. Llegaron a Auschwitz en 1942. A la madre la mataron a los dos meses. La foto de la niña fue tomada un año después, poco antes de su ejecución. Estaba sola y sabía que no tenía oportunidad de salvación. Ya no tenía nombre. Era el número 26.947.
Antes de la foto, mientras esperaba en la fila de prisioneros, un soldado pasó a su lado y le rompió el labio. La niña lloró pero la llamaron para posar. Brasse recordó varias veces el gesto de Czeslawa: se limpió con el puño la sangre de la boca antes de pararse frente a la cámara. Ya en blanco y negro estaba toda esa oscuridad en su mirada. Pero el color que le agregó Anna Amaral la acerca en el tiempo, acerca el foco a ese abismo de miedo y desconcierto. La niña no hablaba alemán y desde que la habían secuestrado y trasladado no sabía por qué lo hacían ni qué le decían.
Cuando llegaron los juicios, años después, Brasse, que nunca olvidó ese rostro infantil espantado, testimonió contra el oficial que la asesinó. En materia de nazismo, el blanco y negro queda lejos, está impregnado en esas fotos que hemos visto en documentales o en libros sobre el Holocausto. La cara de esa niña de 14 años, con el labio roto y a punto de ser asesinada vuelve desde el pasado para decirnos que a la ultraderecha hay que detenerla siempre, porque diga lo que diga y aunque no lo confiese más que a veces, piensa, bajo cualquier forma que adopte, que la muerte del enemigo es la solución.
Cuando se cumplieron 75 años del asesinato de Czeslawa Kwoka, el Museo de Auschwitz la homenajeó con la difusión de su foto de prontuario coloreada por Amaral. Ahí están sus ojos, sus ojeras, sus moretones en la cara, su traje a rayas, su cabeza pelada, su orfandad y su muerte inminente, que se huele, densa, gaseosa, en la foto. Podemos imaginarla como una niña de 14 años parecida a cualquiera de las que conocemos. El color viene a decirnos que el mal nunca está tan lejos como para creerlo en el pasado.
Artículo de Sandra Russo en Página12