Mi último accidente en la moto fue el primero de septiembre de 2002. He tenido sólo tres accidentes de alguna consideración en treinta años de moto, ninguno de ellos requirió internación y jamás ocurrieron transportando a alguien. Ningún pasajero mío sufrió jamás ni un rasguño.
A las siete de la mañana de aquel día venía por calle San Jerónimo hacia el sur más o menos al 4500, al lado de un Duna rojo. Al querer pasarlo, acelero y en una parte muy oscura de la calle veo a pocos metros un montículo de escoria para construcción. No alcancé a frenar y perdí el control de la moto, pasando por encima del montículo y volando-arrastrando por el piso casi hasta la otra esquina. Me levanté con la intuición de que no me había pasado nada y así era. Tenía puesta ropa especial para accidentes. Los borceguíes habían salvado a los pies de los raspones. El jean soportó el rigor, salvo por un molesto pero mínimo rasguño en el culo. Por suerte tenía puesta la campera de cuero motera, bien gruesa y con parches en los codos, espalda y hombros. Sobre todo sufrió la arrastrada el parche del codo derecho pero gracias a ella no sufrí absolutamente ninguna consecuencia entre la cintura y los hombros. A las manos las protegieron los guantes de cuero gruesos, que quedaron con grandes marcas del pavimento. Se ve que apoyé las palmas al deslizarme varios metros por sobre el cemento. Y el casco quedó totalmente rallado, incluso en el visor. En cambio, los anteojos y la cara, indemnes.
Al levantarme, la gente del Duna que paró a ver no me podía creer que no me hubiera quebrado nada. La moto perdió un guiño y un espejo, ganó una trilla en la carcaza de la luz principal y se le dobló y marcó el lado derecho del manubrio. Levanté la moto y la puse en marcha. La llevé hasta el taller del que era entonces mi mecánico, que estaba a cerca de un quilómetro de allí. Y se la dejé, no sin antes rogarle que la tuviera lista antes del viernes que era el encuentro de motos de Diamante. De ahí me volví a mi casa caminando, nada de trabajar ese día. En el camino, las desgracias se suelen juntar, me mordió un cuzquito traicionero que salió del pórtico de una casa. Protegido entre los borcegos y el grueso pantalón, afortunadamente, no dejó ni marca. El viernes la moto estuvo lista, con manubrio nuevo y pude ir a Diamante. Fué el más leve de los leves accidentes que he tenido hasta ahora.
A mediados de enero de 1998 fui a sacar los certificados de salud mío y de mis hijos para la pileta. En esos días íbamos a Amsafe con la Coca, Ana, Néstor y sobrinos. Como tenía muchos contactos todavía en el hospital Cullen fui hacia allí. Terminé el periplo por odontología, cerca de la sala de rayos y fui a buscar la Kawasaki, apurado porque no me cierre el registro de la propiedad para pedir un duplicado de la tarjeta de identidad del vehículo, perdida algún tiempo antes.
Arranqué desusadamente fuerte pero no le había sacado la traba de volante a la moto. La moto, encerrada en un círculo obligado por la restricción al movimiento del volante actuó como una centrífuga, un chicotazo, y me despidió. No recuerdo nada hasta que estuve en una ambulancia entrando al hospital, supongo que un golpe en la cabeza. Me había accidentado a 15 metros de la entrada de la sala de guardias...
Al moverme sentí un pinchazo doloroso en la clavícula y supe al instante que me la había quebrado. Eso le dije al médico que me revisó y el tipo me miró incrédulo y me mandó a la sala de rayos. Al entrar, en silla de ruedas, una señor se ve que recordó mi cara y dijo: ¡Ése estuvo recién por acá! Siempre haciendo el pavote, yo.
Mientras esperaba la radiografía mandé mensajes con el celular a mi hermana para que me busque con mi cuñado en el auto y al trabajo para que Eduardo se lleve mi moto y no me la roben.
La radiografía confirmó mi 'diagnóstico' y me mandaron a enyesar. Creo que mientras esperaba aparecieron mis auxiliadores, hermana y amigo.
A Eduardo, que se mostraba evidentemente inquieto por la responsabilidad de conducir una moto tan grande y desconocida, le dí las llaves y le expliqué algunas cosas. Se recomendó a sí mismo, acertadamente, tener cuidado con el acelerador porque la moto tiene 58 caballos de potencia y 230 kilos de peso, una relación que mete miedo. Yo le había contado más de una vez que la rueda trasera tiembla y amenaza descontrolar la moto cuando acelerás en piso no muy firme como el del ripio o el cemento húmedo. Ana María se quedó hasta que me fabricaron el "ocho" de yeso que va en la espalda, trabado entre los brazos.
Luego me fui a su casa a pasar los primeros días, como si fuera un hospital. Poco antes, la casa había sido el refugio de mi cachorrita Sol, también quebrada. Mis sobrinos me cargaban porque debían cortarme la comida, como poco antes yo a ellos. A los cuatro días se fueron de vacaciones y me llevaron a mí, a Sol y a su mamá Aimé a mi casa.
Este fue el segundo accidente en gravedad, también muy leve.
Casi exactamente un año antes, un 26 de enero de 1997 yo volvía a eso de las 12 de la noche de la colonia de Vacaciones de Amsafe adonde pasaban el verano mis hijos y sobrinos. Era el día del campamento y habíamos estado esa noche de tertulia con los niños, Ana, Néstor, mamá Coca, mi hermano Guillermo (cosa rara y tal vez la última vez que se involucró en asuntos de familia) y yo. Martín (que no quiso quedarse a dormir en carpa) y Matías (demasiado chico para quedarse) se iban a volver con su mamá en colectivo. Mamá y Guillermo harían lo propio un poco después. Yo me retiré primero.
En ese entonces la ruta 168 que une a Santa Fe con Paraná estaba en reparación por los destrozos causados por una creciente anterior y la mano Norte estaba totalmente clausurada. El tránsito hacia Santa Fe se fundía en la mano sur, transformando la alguna vez autopista en una ruta común. Yo venía con unas antiparras de no muy buena visibilidad, un poco distraído y no vi que me metía en la mal señalizada calzada cerrada. Por suerte no iba muy fuerte, tal vez a unos 70 km/hora, pero en el piso había tirados varios tramos de guardarraíl (con la parte reversa hacia arriba), la rueda delantera se metió en ese surco y, obviamente, perdí el control de la moto. Caí fuertemente al piso y arrastré muchos metros por la tierra. Me levanté al instante, sentía raspones por todo el cuerpo pero ningún signo alarmante, ningún pinchazo de hueso quebrado. Busqué encender la moto mientras la gente de los autos pasaba mirando con cara de bobos y sin intentar ayudar, como es costumbre. Encendió y vi que no tenía casi daños, salvo el hermoso carenado que le había puesto hacía poquito, al que se le había hecho añicos el parabrisas acrílico. Me subí, sintiendo ardor en los codos, hombros, espalda y rodillas, pero supuse que no era nada del otro mundo. Estaba oscuro pero creía no tener nada: arranqué. Pocos kilómetros adelante, sobre el puente Oroño que cruza la laguna Setúbal empecé a notar que cada tanto una caricia tibia aliviaba el ardor de mi rodilla izquierda. Ya sobre el puente miré mi antebrazo izquierdo y vi una herida como de 15 centímetros en la parte interior. Por debajo de una capa mas clara de tejido conectivo se veía el músculo, más oscuro.
Ahí decidí ir al hospital Cullen, en vez de al departamento, como pensaba. Luego de una corta espera en la guardia, deben haber sido más o menos las 0.30, y de saludar al personal que por esa época todavía me recordaba de mis años como técnico de laboratorio allí, pasé al consultorio. El médico me lavó durante media hora con solución yodada, luego de anestesiarme. La herida era muy sucia y salía de adentro tierra y piedritas. La sensación del líquido corriendo por adentro de mi brazo era por momentos agradable pero, en el instante siguiente, insoportable.
Luego me cosió con 17 puntos abiertos, para permitir que la herida supure porque como ya se dijo, era muy sucia. Más otro puntito para el codo, aislado de los demás. Me pusieron una venda, ceñida. Salí como a las dos y media de la madrugada y me subí a la moto, no la quería dejar allí y no sabía cuando la iban a poder llevar. Nadie se dio cuenta. La puse en marcha y salí manejando, con ayuda de la anestesia que tenía mi antebrazo y me dirigí hacia el parque sur, hacia el departamento que habitaba, mi vieja casa familiar.
En el camino encontré una farmacia abierta y paré a comprar el suero y anticuerpos contra el tétanos que me había indicado el médico (tetabulín). De allí me llegué hasta la cochera, a una cuadra y media de mi casa. Subí al departamento, mamá leía y la saludé sin decir nada.
Al otro día al levantarme había una enorme cucaracha sorbiendo la sangre del vendaje, la espanté. Busqué algodón y alcohol y me puse el antisuero y la inmunización del tétanos, uno en cada pierna. noté con sorpresa el increíble reflejo de autodefensa que me atenaceaba la mano. Finalmente, venciendo la resistencia de ese reflejo ancestral, pude inyectarme los fármacos en los muslos. Ese día no fui a trabajar y, en el desayuno, le avisé a mamá y a Guillermo del accidente.
Estuve un mes y medio sin ver la moto hasta que, finalmente recuperado, me subí a ella y la puse en marcha. Luego le quité el carenado ya bastante maltrecho, y la lavé. Amo a esa moto, es más que un objeto. Ojalá hubiera encontrado gente tan fiel como ella en mi vida.
Éste fue el accidente más complicado. ¿Vieron?, no es para tanto el riesgo de las motos, hay que manejar "a la defensiva", dando por descontada la desaprensión de los demás y no confiarse.
Esteban Cámara
Santa Fe, 04 de noviembre de 2013