El único recuerdo que tengo de abuelita Felipa es el de una pequeña viejita de espaldas, inmóvil, parada frente a una pared en una casa ajena. Tiene el pelo corto y sólo reconoce, a duras penas a mis dos tías solteras, quienes la cuidan desde hace décadas. No tengo idea precisa desde hace cuánto.
Tiene demencia senil, hace mucho mucho murió mi abuelo, la estafó el cuñado y se fue a vivr con mis tías a otra provincia. Pusieron una hostería, se fundieron y se tuvieron que ir a vivir de prestado a la planta alta de un laboratorio donde mis tías ayudaban al bioquímico y limpiaban. Beba y Daisy, las hermanas de mamá Coca.
Mis otros tres abuelos ya habían fallecido antes de mi nacimiento.
Aquella era una casa antigua, señorial, con ascensor y zaguán. Con ese olor a décadas y sombra y maderas viejas y bronce.
Ni siquiera estoy seguro de que sea un recuerdo verdadero (hay una enorme cantidad de recuerdos falsos, construidos o reconstruídos de relatos ajenos). Pero debe ser cierto, porque no recuerdo que nadie me haya contado nada de eso. Tal vez yo tuviera allí unos 7 u 8 años, no más de 11, porque la muerte la alcanzó más o menos ahí.
No hablaba, no sé si se movía voluntariamente, supongo que la llevaban y la sentaban y le daban de comer y la limpiaban.
Sospecho que fue una buena madre, aunque la queja de mamá era que la preferida de ella era Daisy, la menor, mientras que la preferida de abuelo Lorenzo era la mayor, Beba.
Mamá y Judith, las del medio, se sentían un poco a la deriva. Sin embargo, fueron las que estudiaron y se labraron una vida independiente. Tal vez por eso mismo, tal vez a pesar de aquello. Vaya a saber.
Creo que sueño con esa escena de la viejita de espaldas frente a la pared o frente a la cocina o a una pileta de lavar los platos. Justamente, lo que mamá siempre decía es que era una gran cocinera. Pero nunca le veo la cara de ojos claros, perdida.
Supongo que esa fue la vez que viajamos a Córdoba, una de las pocas, porque no nos alcanzaba la plata y fuimos a mar chiquita con Papá, antes de la separación. Sé de ese viaje porque hay fotos de papá, mías y de mis hermanos embarrados del lodo de la laguna que se pretendía curativo.
O tal vez es de la otra vez que fuimos sólo con mamá y yo era un poco más grande, nada más que a visitar a la familia, ese pequeño muñón de afecto que le quedaba a mi madre para aquella época. De este otro viaje, de existir en la realidad, sólo guardo unos fugaces pantallazos y ninguna foto. Una vieja estación de bus, un ascensor, una chirriante puerta de hierro, bronce y vidrio, unos soportes de pipetas de eritrosedimentación con reloj incluido en el laboratorio y tal vez una viejita inmóvil y de espaldas.
Desde hace tiempo, cada varios años me acosa ese sueño. Quiero dar vuelta y ver la cara de mi abuela, de la que no tengo recuerdo. Anhelo ver sus ojos claros, su boca, su nariz a la que supongo tan parecida a la de mi mamá.
Pero nunca llego a traspasar el imaginario plano frontal: siempre quedo un poco detrás del codo. Y el sueño y esa cara escapan hacia el infinito tal vez por otra década.
Esteban Cámara
Santa Fe, 16 de octubre de 2018
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