Subió a su auto y se fue para la
casa de Andrea, su adjunta en la càtedra, que vivía en un barrio cercano al mar,
de casas bordeadas de cercos de ligustrina. El mar lo fascinaba y lo atraía
incansablemente.
Mientras conducía esos 35-40
minutos desde la universidad hasta la casa de Andrea, recordaba todas sus
aventuras de vida. Había sido futbolista semiprofesional por un breve lapso, en
los primeros años de su estudio en una universidad muy lejana de la actual. Una
seria lesión lo obligó a concentrarse en los estudios, no sin antes dejar el
estudio de ciencias duras por las ciencias humanas. Luego había publicado un
libro que no había tenido mucho éxito, había vagado por Europa con un grupo de
acróbatas, previo cantar en las calles por monedas. Hablando de política
latinoamericana cierta mañana en un café de París con un profesor francés, sociólogo,
éste había quedado fascinado y lo había invitado a un grupo de investigación.
Había llegado a enseñar en Francia y publicado en coautoría algunas ideas
bastante novedosas. Tenía una habilidad llamativa para resolver problemas, para
decidir y para planificar.
Cuando decidió volver a sudamérica
tenía ya casi 40 años. Concursó y entró
a la universidad como adjunto y a los pocos años, ganó la titularidad de la cátedra,
sin oposición, a los 43 años y de eso hacía casi una década. Un par de años
antes había aparecido Andrea en la cátedra, proveniente de otra universidad. Pronto
llegó a ser su adjunta. Andrea parecía admirarlo o, al menos respetarlo de
manera casi impropia, según su personal parecer. Era muy bella, algo regordeta,
de cabello castaño claro aclarado gracias a las virtudes de la química. Ella
solía callar su lucha silenciosa contra la diabetes y la tendencia a engordar.
Sus ojos eran de un marrón demasiado claro.
Él tenía cierta consciencia de
ser excesivamente bien considerado, era un poco diletante, pasaba del deporte a
la física y de ahí a la filosofía de manera que nadie en su entorno podía
seguir. Era un generalista del conocimiento y eso confunde a muchos, sumado a lo
cual tenía aislados destellos de genialidad que le garantizaban admiración. Tenía
tambien algo que el llamaba “intuición erudita” y que muchas veces lo llevaba a
pronosticar fenómenos sociales y políticos con gran anticipación. Andrea en cambio
se había concentrado siempre en la sociología y la filosofía y Sebastián intuía
en ella una gran agudeza y sutilidad de comprensión. Sentía que Andrea lo
estaba por alcanzar y superar en cualquier momento. Sin ir más lejos, a
comienzo de la semana, habían tenido una acalorada discusión sobre Nietzsche en
la cual los dos supieron, sin decirlo, que Andrea tenía la razón. Al otro día él
se lo dijo, felicitándola, pero Andrea pareció sinceramente reticente a
aceptarlo. El año siguiente sería dado el concurso de renovación de cátedras y
Andrea en todo momento hablaba entusiasmada de continuar ambos. Incluso parecía más
preocupada por él que por ella, cosa que Sebastián sabía era muy atinada.
Golpeó la puerta de la pequeña
casa cuadrada y ascética de su adjunta, prefería eso antes que hacer sonar
timbres o porteros eléctricos. Detestaba hablar a través de micrófonos de ese
tipo de dispositivos, en donde no se ve la cara del interlocutor y eso valía
para teléfonos, intercomunicadores, porteros eléctricos, celulares y otros por
el estilo. Andrea, que vivía sola, atendió casi al instante.
Andrea estaba gratamente
sorprendida de verlo, aunque se puso algo tensa como siempre que estaban solos
fuera del ámbito académico. Él sospechaba que ella tal vez tendría miedo de que él se le declare, tal vez confundiendo su admiración por su jefe con otro sentimiento. Varias veces lo
había sorprendido mirándola, admirándola con un sentimiento algo impropio para
un compañero de trabajo. Tal vez pensara que Sebastián malinterpretara una
admiración puramente académica y una muy buena relación interpersonal.
Andi preparó en una pequeña olla
enlozada y con una decoración colorida una extraña clase de té del cual ella
era la única que conocía la receta. No era la primera vez que Sebastián lo
tomaba y le agradaba mucho, aunque detestaba el té porque le parecía la infusión por antonomasia que le dan a los enfermos, a los moribundos. Sabía que en la composición
entraban hojas de coca porque las había visto, pero había en esa mezcla al
menos otras 5 o 6 especies, y varias de ellas eran de diferentes tipos de té. Nunca le
quiso preguntar a Andrea, porque quería que ese sabor sea único y sólo pudiera
provenir de ella.
Hablaron de trivialidades, del
tiempo fresco pero radiante que estaba haciendo al final de esa primavera, del
color turquesa del mar en esa tarde que, no lo sabían entonces, pero ninguno
olvidaría. Ella no le preguntó a qué venía y él lo agradeció. Por momentos la
charla decaía y Andrea lo miraba con cierta educada intriga. Por suerte él había
dejado establecido con ella de que la conversación podía interrumpirse sin que
nadie busque una excusa para irse o fuerce la introducción de algún tema
porque, ¿por qué hay que hablar siempre?, como él decía. No hay que temerle al
silencio, decía, porque eso nos permite pensar mejor.
No obstante, pasaba el tiempo y
Andi no parecía del todo relajada. ¿Todavía esperaría alguna confesión
impropia?
Él cuando salió del despacho del
decano sólo quería ir hacia ella, aunque no sabía bien si iba a declararse
finalmente o a otra cosa.
Sólo se decidió luego de casi una
hora en la casa de Andrea, mientras contestaba con evasivas las referencias de
ella a los concursos y proyectos del año siguiente. En uno de esos silencios
pensó sobre la diferencia de edad entre ambos. En otro sobre la inevitabilidad
del sobrepaso intelectual que se avecinaba por parte de su querida
colaboradora, que intuía más difícil para su fiel adjunta que para él mismo y no quería ser un estorbo en su vida. En
otro hizo un repaso de en todos los países en que había vivido y en todos los
trabajos en que había estado y se dió cuenta de que nunca había estado tanto
tiempo en una misma ciudad, fuera de los años de infancia y adolescencia.
Al final se lo dijo y Andrea
pareció atragantarse y luego se quedó incontables minutos en silencio, inmóvil: No –dijeron ella y la palidez de su rostro- no podés irte. Sus ojos de un marrón increíblemente claro se pusieron
turbios, pero se contuvo. - Pensalo mejor. Bueno, concedió él con un dolor sordo
que le crecía desde el mediastino. Se dirigió hacia la puerta y al despedirse
se abrazaron tan pero tan fuerte, que casi quedan sin aliento. Nunca se habían
tocado más allá del beso de saludo en la mejilla, y eso no era siempre. Él mucho tiempo
después se dio cuenta de que esperaba que ella dijera algo, a pesar de su
percepción de que la admiración de ella no se trasladaba a un plano sentimental.
Pocas semanas después se fue de la ciudad, no sin antes dejarle una carta a
Andrea en la que, en otras cosas, se excusaba de no haber atendido más el teléfono.
Siguió vagabundeando unos años
hasta que empezó a ver los inconfundibles signos: Confusión de nombres, falta
de palabras en los momentos más inoportunos, ira repentina e inmotivada,
dificultad para resolver problemas. Terminó en un asilo no muy lejos de su ciudad natal,
tan distante del mar que tanto amaba.
Lo último casi coherente que se le escuchò decir a Sebastian
antes de que lo consumiera la niebla de un Alzheimer implacable fue: “… ojos marrón claro, tan claro
que, de serlo más, hubieran podido ser de miel”.
Esteban Cámara
Santa Fe, 15 de julio de 2012
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