domingo, 15 de julio de 2012

Ligustros al sol

Sebastián salió del despacho del decano, aliviado. La reunión había sido larga y había comenzado mal, con el rector sorprendido, o más bien ofendido, por el aviso inopinado de uno de sus profesores estrella. Encima, si bien el cuatrimestre había terminado, faltaban los exámenes de fin de año.. Eran las 17.30 de un viernes.

Subió a su auto y se fue para la casa de Andrea, su adjunta en la càtedra, que vivía en un barrio cercano al mar, de casas bordeadas de cercos de ligustrina. El mar lo fascinaba y lo atraía incansablemente.

Mientras conducía esos 35-40 minutos desde la universidad hasta la casa de Andrea, recordaba todas sus aventuras de vida. Había sido futbolista semiprofesional por un breve lapso, en los primeros años de su estudio en una universidad muy lejana de la actual. Una seria lesión lo obligó a concentrarse en los estudios, no sin antes dejar el estudio de ciencias duras por las ciencias humanas. Luego había publicado un libro que no había tenido mucho éxito, había vagado por Europa con un grupo de acróbatas, previo cantar en las calles por monedas. Hablando de política latinoamericana cierta mañana en un café de París con un profesor francés, sociólogo, éste había quedado fascinado y lo había invitado a un grupo de investigación. Había llegado a enseñar en Francia y publicado en coautoría algunas ideas bastante novedosas. Tenía una habilidad llamativa para resolver problemas, para decidir y para planificar.

Cuando decidió volver a sudamérica tenía ya casi 40 años. Concursó  y entró a la universidad como adjunto y a los pocos años, ganó la titularidad de la cátedra, sin oposición, a los 43 años y de eso hacía casi una década. Un par de años antes había aparecido Andrea en la cátedra, proveniente de otra universidad. Pronto llegó a ser su adjunta. Andrea parecía admirarlo o, al menos respetarlo de manera casi impropia, según su personal parecer. Era muy bella, algo regordeta, de cabello castaño claro aclarado gracias a las virtudes de la química. Ella solía callar su lucha silenciosa contra la diabetes y la tendencia a engordar. Sus ojos eran de un marrón demasiado claro.

Él tenía cierta consciencia de ser excesivamente bien considerado, era un poco diletante, pasaba del deporte a la física y de ahí a la filosofía de manera que nadie en su entorno podía seguir. Era un generalista del conocimiento y eso confunde a muchos, sumado a lo cual tenía aislados destellos de genialidad que le garantizaban admiración. Tenía tambien algo que el llamaba “intuición erudita” y que muchas veces lo llevaba a pronosticar fenómenos sociales y políticos con gran anticipación. Andrea en cambio se había concentrado siempre en la sociología y la filosofía y Sebastián intuía en ella una gran agudeza y sutilidad de comprensión. Sentía que Andrea lo estaba por alcanzar y superar en cualquier momento. Sin ir más lejos, a comienzo de la semana, habían tenido una acalorada discusión sobre Nietzsche en la cual los dos supieron, sin decirlo, que Andrea tenía la razón. Al otro día él se lo dijo, felicitándola, pero Andrea pareció sinceramente reticente a aceptarlo. El año siguiente sería dado el concurso de renovación de cátedras y Andrea en todo momento hablaba entusiasmada de continuar ambos. Incluso parecía más preocupada por él que por ella, cosa que Sebastián sabía era muy atinada.

Golpeó la puerta de la pequeña casa cuadrada y ascética de su adjunta, prefería eso antes que hacer sonar timbres o porteros eléctricos. Detestaba hablar a través de micrófonos de ese tipo de dispositivos, en donde no se ve la cara del interlocutor y eso valía para teléfonos, intercomunicadores, porteros eléctricos, celulares y otros por el estilo. Andrea, que vivía sola, atendió casi al instante.

Andrea estaba gratamente sorprendida de verlo, aunque se puso algo tensa como siempre que estaban solos fuera del ámbito académico. Él sospechaba que ella tal vez tendría miedo de que él se le declare, tal vez confundiendo su admiración por su jefe con otro sentimiento. Varias veces lo había sorprendido mirándola, admirándola con un sentimiento algo impropio para un compañero de trabajo. Tal vez pensara que Sebastián malinterpretara una admiración puramente académica y una muy buena relación interpersonal.

Andi preparó en una pequeña olla enlozada y con una decoración colorida una extraña clase de té del cual ella era la única que conocía la receta. No era la primera vez que Sebastián lo tomaba y le agradaba mucho, aunque detestaba el té porque le parecía la infusión por antonomasia que le dan a los enfermos, a los moribundos. Sabía que en la composición entraban hojas de coca porque las había visto, pero había en esa mezcla al menos otras 5 o 6 especies, y varias de ellas eran de diferentes tipos de té. Nunca le quiso preguntar a Andrea, porque quería que ese sabor sea único y sólo pudiera provenir de ella.

Hablaron de trivialidades, del tiempo fresco pero radiante que estaba haciendo al final de esa primavera, del color turquesa del mar en esa tarde que, no lo sabían entonces, pero ninguno olvidaría. Ella no le preguntó a qué venía y él lo agradeció. Por momentos la charla decaía y Andrea lo miraba con cierta educada intriga. Por suerte él había dejado establecido con ella de que la conversación podía interrumpirse sin que nadie busque una excusa para irse o fuerce la introducción de algún tema porque, ¿por qué hay que hablar siempre?, como él decía. No hay que temerle al silencio, decía, porque eso nos permite pensar mejor.

No obstante, pasaba el tiempo y Andi no parecía del todo relajada. ¿Todavía esperaría alguna confesión impropia?

Él cuando salió del despacho del decano sólo quería ir hacia ella, aunque no sabía bien si iba a declararse finalmente o a otra cosa.

Sólo se decidió luego de casi una hora en la casa de Andrea, mientras contestaba con evasivas las referencias de ella a los concursos y proyectos del año siguiente. En uno de esos silencios pensó sobre la diferencia de edad entre ambos. En otro sobre la inevitabilidad del sobrepaso intelectual que se avecinaba por parte de su querida colaboradora, que intuía más difícil para su fiel adjunta que para él mismo y no quería ser un estorbo en su vida. En otro hizo un repaso de en todos los países en que había vivido y en todos los trabajos en que había estado y se dió cuenta de que nunca había estado tanto tiempo en una misma ciudad, fuera de los años de infancia y adolescencia.

Al final se lo dijo y Andrea pareció atragantarse y luego se quedó incontables minutos en silencio, inmóvil: No –dijeron ella y la palidez de su rostro- no podés irte. Sus ojos de un marrón increíblemente claro se pusieron turbios, pero se contuvo. - Pensalo mejor. Bueno, concedió él con un dolor sordo que le crecía desde el mediastino. Se dirigió hacia la puerta y al despedirse se abrazaron tan pero tan fuerte, que casi quedan sin aliento. Nunca se habían tocado más allá del beso de saludo en la mejilla, y eso no era siempre. Él mucho tiempo después se dio cuenta de que esperaba que ella dijera algo, a pesar de su percepción de que la admiración de ella no se trasladaba a un plano sentimental. Pocas semanas después se fue de la ciudad, no sin antes dejarle una carta a Andrea en la que, en otras cosas, se excusaba de no haber atendido más el teléfono.

Siguió vagabundeando unos años hasta que empezó a ver los inconfundibles signos: Confusión de nombres, falta de palabras en los momentos más inoportunos, ira repentina e inmotivada, dificultad para resolver problemas. Terminó en un asilo no muy lejos de su ciudad natal, tan distante del mar que tanto amaba.

Lo último casi coherente que se le escuchò decir a Sebastian antes de que lo consumiera la niebla de un Alzheimer implacable fue: “… ojos marrón claro, tan claro que, de serlo más, hubieran podido ser de miel”.




Esteban Cámara
Santa Fe, 15 de julio de 2012

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